Del baúl IX

domingo, 8 de enero de 2012

Tarde o temprano anochece ¿no? 

 La televisión estaba apagada, pero sabía que no sería por mucho tiempo. Intenté apartarme, cerrar los ojos o simplemente alejarme de la pantalla, pero no podía. ¿Estaba sentada, de pie, acostada? Todo era borroso y nítido a la vez, como si me hubieran drogado; pero yo sabía lo que estaba pasando y, aunque luché por salir de allí, no lo lograba.

La televisión se encendió y dos figuras me devolvieron la mirada: dos figuras con grotescas y horribles máscaras blancas. Sonreían, mientras sus ojos hundidos me miraban fijamente. Uno era más bajo que el otro, pero ambos eran igual de repulsivos. Sentía cómo la punzada de miedo apuñalaba mi estómago y apreté las manos, ya sudorosas. No le temía a aquellas siluetas. Le temía a mi miedo.

—No podemos hacerle nada —insistió el más bajo de los dos, sin dejar de sonreír. Era espantoso: era como si la sonrisa y los ojos pequeños y huidizos estuvieran marcados en la pantalla y solo el resto de su rostro se pudiera ver—. Él prohibió que le hiciéramos daño.

—Pero él no está aquí —replicó el otro de igual manera. Me miró y se rió suave y elegantemente, haciéndome sentir un escalofrío bajando por mi espalda. Tenía la boca seca y no me atrevía a mover un solo músculo, aunque continuaba sin saber donde me encontraba. No podía hablar y, aunque hubiera podido, ¿qué iba a decir?

—Es papá, no podemos desobedecerlo. —El más pequeño parecía muy firme en su posición y el más alto terminó por aceptar. Ambos sonrieron más acentuadamente, mirándome directamente. Sus miradas y máscaras se grabaron en mi mente, que gritaba por escapar, por encontrar la paz, por…

El televisor se apagó de pronto, dejando mi pensamiento inconcluso y mi corazón latiendo lentamente, lo que era muy extraño. No sabía dónde estaba. ¿Estaba en algún lugar en realidad? Era un lugar iluminado, pero muy gris. Pronto, estuve dentro del televisor, observando el sitio donde habían estado las dos figuras, sabiendo que me las toparía en cualquier momento, sabiendo que el miedo me acechaba.

Comencé a caminar. Era una especie de corto pasillo de madera, con el televisor en el centro de la desnuda habitación, las luces apagadas y un clima de penumbra. Apreté los ojos nuevamente, intentando luchar contra la fuerza que allí me retenía, pero no lo lograba, por más que tratara. Me arrodillé en el suelo, aplicando más fuerza, pero al parpadear, ahogué un grito cuando la máscara blanca de los tres individuos apareció frente a mis ojos, grabándose en mi pupila.

—¿Ibas a algún lado? —susurró él con una sonrisa retorcida y observándome lastimeramente con sus ojos hundidos y de un intenso color azul. Se mano en mi mejilla se detuvo un momento y pronto su figura se desvaneció en el aire y abrí los ojos.


Los latidos desenfrenados de mi corazón me anunciaron que por fin estaba despierta. Solté algo de aire y sentí que todos los músculos de mi cuerpo se contraían. No me moví ni un solo centímetro, aterrada, con la garganta completamente drenada de humedad y los labios partidos y resecos. Tenía los ojos abiertos exageradamente y miraba a mi alrededor desde la posición en que me encontraba.

De lado en la cama, mirando hacia la puerta abierta y oyendo el silencio inusual de mi madre que dormía en el otro extremo de la habitación, respiraba erráticamente. Esas eran las únicas ocasiones en que agradecía compartir mi cuarto, porque si ella estaba bien, durmiendo con naturalidad, nada podía estar mal ¿verdad?

Sentí que mi estómago era atravesado por una estocada de terror cuando escuché a mi hermano en la habitación contigua, removiéndose entre las sábanas de esa manera tan delicada que tenía. Roncaba y hablaba dormido, hacía ruiditos con la lengua y sería mi pesadilla durante aquellos momentos. Continuaba tercamente inmóvil, repasando cada detalle de mi entorno. ¿Aquello era ropa? Sí, lo era ¿verdad? ¿Por qué se movía? Tomé algo de aire, dándome cuenta de que estaba temblando.

Miré hacia el techo, observando la mancha negra de la lámpara que allí se encontraba, cuando distinguí una sombra moviéndose en mi espalda. Cerré los ojos, mordiéndome un labio, pero insistí en quedarme quieta. Levanté un poco la cabeza: no había nada junto a mí, aunque no podría asegurarlo. ¿Dónde estaba mi mascota? Ella sería mi consuelo. Si ella no lograba sentir nada, quería decir que todo estaba bien. Pero no estaba, simplemente no estaba.

Observé que una botella con agua estaba en mi velador y solo habría bastado estirar un poco el brazo para tomarla e hidratarme un poco, ya que lo necesitaba demasiado, pero no quería. Moverme estaba prohibido simplemente.

Si me movía, sabía que el miedo volvería a atacarme, que no lograría dominarme. Mi respiración se había vuelto más profunda e imperceptible, pero continuaba siendo acelerada. Me molestaba mucho el silencio. ¿Por qué nadie se movía? ¿Por qué nadie daba señales de vida?

Ni siquiera mi hermano —ruidoso y algo desagradable— ahora hacía sonido alguno. Mi propia imaginación y sugestión me aterraban más, aunque sabía que todo no era más que una simple estupidez. Cuando la luz del sol iluminara mis pensamientos, me reiría y me avergonzaría por haber estado tan asustada. ¿Y qué fue lo que motivó mi miedo? Nada, solo un sueño y mi subconsciente que activaba cada nervio de mi cuerpo.

Traté de distraer mis pensamientos, imaginando otras cosas, planeando lo que haría cuando me levantara, recordado diálogos graciosos; acostumbraba a crear historias mientras estaba acostada, pero usualmente también había algún toque, un detalle de oscuridad.

¿Qué es una historia de acción sin un macabro enemigo? Y nuevamente mi cabeza evocaba las imágenes de las tres figuras enmascaradas. Su sonrisa, sus ojos hundidos, sus tonos de voz graves y maliciosos, su máscara grotesca y aterradora…

¡No! No debía pensar en eso. Suspiré de dolor, porque mi insistente inamovilidad le había pasado la cuenta a mis músculos, que protestaban por estirarse y moverse un poco.

Estaba sumamente acalambrada e incómoda: mi brazo estaba aplastado y mi mano cosquilleaba, de esa manera punzante y dolorosa cuando la sangre no consigue fluir. Mis piernas estaban contraídas, pero al menos estaban algo más libres y solo sentía tensión en ellas.

“Si mi mamá se mueve, lo haré yo”, me prometí, algo más tranquila, pues con esa promesa y garantía, cuando lograra moverme, no pasaría nada. Estaría segura. La cabeza me martilleaba y tenía náuseas, pero no podía estirar el brazo sin romper el pacto y prefería resistir antes que volverme a sumir en el miedo.

Cómo odiaba esa emoción, útil en ocasiones, pero desagradable y cobarde cuando no advierte sobre ningún peligro. No había ningún riesgo en mi casa, todo estaba en orden, todos dormían. El miedo no tenía sentido. Racionaliza. No hay ninguna razón para sentir miedo, no hay nada que temer.

¿Por qué saberlo no ayudaba en nada? Sentía que mis ojos se cerraban lentamente y los abrí de golpe, forzando a mi cuerpo a no caer dormido, porque sabía que si lo hacía, volvería a soñar con ellos. Me conocía. Los sueños más desagradables se repetían, continuaban, se seguían unos a otros. Pero bastaba con despertar de un sueño genial o agradable para que desapareciera en mi memoria. Aunque eventualmente, siempre los sueños se repetían, buenos o malos.

Podría haberme arrancado toda la piel de la boca de lo seca que estaba, pero mi madre continuaba sin moverse y yo no podía tomar la iniciativa. Un crujido me hizo morderme hasta sacarme sangre, porque mis nervios no entendían que mi propósito era desplazar al miedo y reaccionaban como animales acorralados. Finalmente, el dolor de mi brazo pudo más que mi promesa y me di vuelta, estirándolo lentamente y sintiendo una oleada de dolor recorrerlo mientras lo hacía. Había quedado temporalmente inutilizado y suponía que aunque me lo cortaran, no lo sentiría.

Suspiré cuando me vi algo más libre, aunque el martilleo de mis sienes continuaba y no dejaba de sentir náuseas. Me llevé el brazo sano a la cabeza y cerré los ojos un momento, sintiéndome enferma. Decidí que ya había sido suficiente y rodé para alcanzar la botella de agua que estaba en mi velador.

Estiré el brazo

Grité.

Grité cuando sentí que una mano me agarraba la muñeca y la tiraba hacia algún lado. Fue más bien un grito ahogado, pero me quedé tan aturdida que no hubiera podido asegurarlo. Ahora mi corazón definitivamente competía por latir más rápido y mi respiración se transformó en un jadeo desesperado. Había algo ahí abajo. Lo sentí. Lo sentí.

Sentía que vomitaría o me echaría a llorar en cualquier momento, pero intentaba convencerme de que no era nada, de que simplemente habían sido las sábanas que me habían jugado una mala pasada y que se habían enredado en mi brazo. Ya me había ocurrido una vez, en que creía que alguien me tomaba del tobillo y solo habían sido las sábanas.

¿Verdad?

Con todo, ya tenía la botella en mi mano y, aunque temblaba y la apretaba como si fuera mi salvavidas, decidí que quizás algo de líquido podría tranquilizarme. El sonido de la tapa girando me exasperaba mucho más, pero decidí llevarme la botella a los labios rápidamente, bebiéndome todo lo que quedaba —estaba medio llena— de golpe. Era mineral con sabor, por lo que traté de disfrutarla un poco mientras la sentía bajar por mi garganta.

Mi mamá se dio vuelta en la cama y escuché el milagroso sonido de mi mascota, una bella y ridícula gata de color gris, comiendo en su plato. Los crujidos mientras masticaba los pellets y el aroma a los mismos, fueron como bálsamos para mi terror. Seguramente el asunto de mi brazo no había sido más que una sugestión. Sonreí, algo más aliviada, preguntándome qué hora sería. Esperaba que pronto el despertador sonase para anunciar un nuevo día. No iba a caer nuevamente dormida, simplemente no podía. Estaría cansada durante el día, pero a salvo.

Sentí deseos de ir al baño —¿el agua que había tomado?—y un poco más tranquila debido los sonidos cotidianos que oía, me levanté, observando que a mi alrededor todo parecía bien. Apoyé los pies en el suelo, esperando que algo pasase, pero no ocurrió nada. Me reí, abochornada por mis imaginaciones. No perdí el tiempo buscando mis pantuflas y me dirigí descalza al baño, guiándome solamente por mi conocimiento.

Crucé el pasillo, algo paranoica. De pronto, un gruñido gutural me hizo sobresaltar: mi hermano estaba roncando en la pieza contigua. Sonreí. Todo estaba en orden. Entré al baño, cerré la puerta para no molestar y encendí la luz. Nuevamente, todo en completa normalidad. Cuando ya hube terminado, sentí que un bote de shampoo caía en la bañera y fruncí el ceño. ¿Por qué siempre dejaban las cosas en la orilla? Era obvio que se caerían.

Me acerqué a ella y descorrí lentamente la cortina para no hacer ruido.

—¿Me extrañaste? —preguntó el más grande de los enmascarados, sonriéndome y acercando sus ojos hundidos hacia mi rostro.

Grité roncamente, retrocediendo un paso y tratando de volver a correr la cortina, como si con aquella acción me separara de él. No obstante, no debí hacer nada. Ya se había ido. Paralizada, me apoyé en el lavatorio, pensando en devolver la poco agua que había ingerido y deseosa de volver a mi habitación. Allí estaría bien. Debía ser solo mi imaginación. No podía haber nada en la ducha. No. ¿Cómo se habría metido? ¿Por dónde? Mi casa era una fortaleza de rejas y protecciones. Era imposible. ¡Alguien lo habría oído! ¡Cualquiera!

Miré al espejo con paranoia, esperando encontrar su rostro nuevamente allí, pero solo mi reflejo consternado y deformado por el terror, pálido, con el cabello desordenado por haber estado durmiendo, me devolvió la mirada. Me pasé la mano por el rostro, estaba sudando, era obvio. Era una cobarde de primera, cuando contara aquella historia todos se iban a reír. Ni pensarlo en compartirlo con mi familia, que se burlaría en mi cara de tamaña estupidez. Sí, solo una estupidez.

—¿Estás segura? —preguntó el más bajo cuando abrí la puerta del baño, riéndose burlonamente. Grito. Grito. Grito. Grito. Retrocedí, enredándome conmigo misma, sintiendo que mis pies se resbalaban y solo alcancé a afirmarme en el lavamanos, quedando a medio caer, con los ojos abiertos. No había nada en la puerta. Había apagado la luz en mi frenesí y no tardé ni medio segundo en volverla a encender, con desesperación.

Cerré los ojos y negué con la cabeza, quieta. Cuando mi brazo protestó tener que estar soportando todo mi cuerpo, me enderecé un poco. Mirando hacia atrás y hacia la puerta. Me coloqué de lado, como si así pudiera tener los dos frentes ante mi vista y no llevarme ninguna sorpresa, pero ¿realmente tenía sentido? No podía quedarme eternamente allí. ¿Verdad? No, no podía. Debía volver a mi cuarto.

Pero sabía que él estaba allí, en el pasillo. Real o imaginario, estaría allí. Uno de los tres. O los tres. Me mordí el labio, no quería salir. No quería. Simplemente. Pero, a la vez, sabía que no podía quedarme allí. Me tomó varios minutos decidirme, pero finalmente comencé a acercarme al umbral. Lentamente, era un martirio mucho peor, pero no me atrevía a hacerlo rápido. Salí del baño y miré hacia el pasillo que se dirigía a mi habitación.

—¿Qué estás haciendo?

Me pegué en la nuca cuando me eché hacia atrás, dándome con la pared de lleno. Era mi hermano, que se había levantado, somnoliento a ver qué estaba haciendo y por qué metía tanto ruido. Su rostro cansado era casi adorable, aunque yo estaba tan alterada que solo me alegré de verlo allí, entero, sin que nos estuviera acechando nadie. No obstante, sabía que debía actuar con normalidad. Era un axioma: no podía mostrar miedo frente a él.

—Me asustaste, tarado —le dije con irritación y una sonrisa, en un susurro para no molestar, aunque en el fondo lo único que quería era que todos se despertaran.

—¿Por qué tanto ruido? —insistió él, poco despierto como para burlarse.

—Me resbalé. Vete a dormir.

Él asintió con la cabeza, bostezando y dándose vuelta. Intenté apresurarme hacia mi cuarto, aprovechando la presencia de mi hermano como escudo para mi propio miedo. No obstante, antes de poder siquiera avanzar un paso, escuché algo asqueroso y terrible. Un crujido espantoso, como si alguien hubiera aplastado algo que se hubiera hecho pedazos. El corazón se me aceleró, pero traté de no adelantarme.

—¿Qué onda? ¿Qué pisaste? —pregunté.

Mi hermano volteó lentamente. Chillé. La mandíbula inferior se había salido de cuajo y colgaba, en medio de un caos de nervios, sangre y músculo. Volví a chillar, mientras irremediablemente el estómago se me revolvía y una arcada me doblaba en dos, pese a que no logré devolver nada. Retrocedí, gritando, asustada por la vista que estaba viendo y que no lograba despegarse de mi retina. “Mi hermano, mi hermano”, gritaba mi mente, desgarrada por la visión.

—No… —balbuceé y un sinnúmero de sonidos sin sentido salieron de mi boca. Me atraganté con mi propia saliva y tosí, mientras sentía las lágrimas correr por mis mejillas. Caminé erráticamente, hasta que choqué con la baranda de la escalera, llamando a gritos a todo el que pudiera escucharme. Me tapé la boca con la mano —era increíble lo ridícula que podía ser en esos momentos— cuando vi que mi hermano continuaba allí, con la mandíbula descerrajada y empezaba a reírse. Un solo parpadeo. Y ya no era mi hermano, sino el tercero. Con la horrenda máscara pintarrajeada, los ojos hundidos y maliciosos, la sonrisa imposible.

—¿No ha sido divertido?

Grité.

Y abrí los ojos de golpe. Los latidos desenfrenados de mi corazón me anunciaron que por fin estaba despierta. Solté algo de aire y sentí que todos los músculos de mi cuerpo se contraían. No me moví ni un solo centímetro, aterrada, con la garganta completamente drenada de humedad y los labios partidos y resecos. Tenía los ojos abiertos exageradamente y miraba a mi alrededor desde la posición en que me encontraba.

De lado en la cama, mirando hacia la puerta abierta y oyendo el silencio inusual de mi madre que dormía en el otro extremo de la habitación, respiraba erráticamente. Esas eran las únicas ocasiones en que agradecía compartir mi cuarto, porque si ella estaba bien, durmiendo con naturalidad, nada podía estar mal ¿verdad?



Te ríes, por supuesto. O quizás bostezas y diriges el puntero del mouse hacia el botón de cerrar la ventana. Ha sido algo largo de leer y, en el fondo, esperabas un poco más. O un poco menos, ya que su extensión no hacía méritos en relación a su contenido. No estaba tan mal, pero no daba miedo. Y el desafío era realizar un relato de terror.

Por otro lado, también era bastante cliché ¿no? El asunto de la ducha, los tipos enmascarados… Hubieras preferido otra cosa. No es tanto tu estilo, realmente. Colocas algo de música y te olvidas rápidamente del asunto. No vas a comentar ni a dar puntos, aunque admites que haber participado tiene cierta gracia. Continúas en lo tuyo, escuchando música, visitando otras páginas. Sientes que suena el teléfono y lo dejas sonar, sabiendo que otro en tu casa irá a contestar. En efecto, unos segundos después, el teléfono se apaga.

Estás de espaldas a la puerta y comienzas a chatear con un amigo con tranquilidad. En el fondo, ya has cambiado de tema en tu mente. Sientes que alguien se acerca por detrás y volteas. Frunces el ceño, no hay nadie. Te ríes y te sacas los auriculares para comprobar que todo anda bien. Es así. Los sonidos cotidianos y la luz del sol eran los mejores escudos a las tonterías de tu mente. No es como si pensaras en ellas, claro.

Continúas en lo tuyo, pones la música un poco más bajo —solo por si te hablan, claro— y abres algunas páginas de manera distraída. De pronto, una mano se apoya en tu hombro. Sientes un escalofrío, pero te das cuenta que solo es alguien de tu familia. Te pregunta algo banal y tú, con cierta irritación, le respondes. Asiente con la cabeza y tú vuelves a lo tuyo, mientras oyes que se aleja lentamente de tu habitación. Cuando ya se encuentra en el umbral, te llama por tu nombre y volteas, preguntándote qué quiere esta vez.

Una figura alta y enmascarada te devuelve una enfermiza sonrisa. Los ojos hundidos, pero abiertos y de un profundo color azul te saludan. Se ríe, mientras tú retrocedes en la silla, con el grito atravesado en la garganta.

—Recuerda que tarde o temprano anochecerá.

Parpadeas y nuevamente aquella persona de tu familia está allí, mirándote con cierta extrañeza. Sale de tu cuarto, murmurando cosas. Jadeas y diriges con cierta urgencia la mirada al reloj de tu pared.

Es temprano.


¿Pero por cuánto tiempo?

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