Del baúl XII

domingo, 8 de enero de 2012

 Vidrios Rotos

                —Odio cuando haces eso —dijo él con una sonrisa que parecía expresar todo lo contrario. Ella sonrió maliciosamente y se acercó hasta sus labios, sin llegar a tocarlos con los suyos y sintiendo como a él se le cortaba el aliento y se le aceleraba el corazón, emocionado como un adolescente.

                Ella se separó lentamente de él, sin dejar de sonreír, contemplando como él había cerrado los ojos y aún no los abría. Negó con la cabeza y se sentó en posición india, en un rincón de la cama donde él estaba acostado.

                —Estoy por aquí, Pablo —canturreó ella, saludando con la mano, como si fuera una recién llegada—. Lo sé, también odias que haga eso. Por eso lo hago.

                Él se rió y se incorporó un poco, quedando sentado, mirándola directamente. Suspiró levemente y se llevó una mano a la nuca, para luego palmearse un poco las mejillas, avergonzado por su actuación delante de ella. Siempre había sido tímido y no muy dado a la iniciativa en ningún aspecto de su vida, por lo que era blanco fácil de las artimañas de Ágata, quien se divertía sanamente haciéndolo caer. Siempre caía, por supuesto.

                —Me alegro de verte —confesó él con una sonrisa algo temblorosa. Carraspeó un poco, bajando la vista y colocando una expresión algo más seria en su rostro. Ella se rió nuevamente, desordenando su propio pelo largo y tamborileando con sus manos en la cama.

                —A mí también me alegra estar aquí. Ha pasado un tiempo ¿no? —preguntó Ágata, con cierta curiosidad maligna, mientras ladeaba la cabeza. Él asintió, pero no dijo nada más al respecto. No quería arruinar el momento de aquella manera, no tan rápido. Después de todo, sabía que ella se iría. Siempre lo hacía. Tenía que hacerlo—. Hey, tranquilo, hombre. Tenemos toda una tarde por delante ¿no? —Tomó un pequeño espejo que estaba sobre la cama y se lo lanzó—. Arréglate el pelo.

                Lo había dicho entre risas, por lo que Pablo dedujo que estaba hecho un desastre. En efecto, cuando el rostro pálido y bastante ojeroso de su reflejo le devolvió la mirada notó de inmediato que su cabello estaba enmarañado y apuntando a todas direcciones. Con la mano, intentó acomodarlo un poco, mientras ella le daba instrucciones que él no comprendía del todo y que terminaban convirtiéndose en otro desastre cabelludo. Acabaron riéndose a carcajadas, con las lágrimas corriendo por sus mejillas.

                —Te veías tan ridículo —continuó riendo ella, sujetándose el vientre y apoyándose en la pared, mirando al techo.

                —Tu cara era épica —acotó él, nuevamente acostado, con el espejo en la mano derecha. Lo levantó, observándose nuevamente. Tez pálida, ojos oscuros, rasgos toscos y poco armónicos. Algunas grietas excesivamente prematuras en la frente. Mirada cansada. Cabello ridículo. Sonrió tristemente y apartó el espejo de sí, colocándolo sobre el velador que tenía a su lado.

                Suspiró nuevamente, algo más exageradamente y colocó ambas manos bajo su nuca, mirando un punto indefinido de aquella habitación. No había muchas cosas. Unas cortinas viejas, oliendo a antigüedad, una ventana con los vidrios mugrientos, por los cuales se alcanzaba a distinguir el resto de la ciudad. Un pequeño librero con sus libros favoritos o, al menos, los que aún podía conservar, pues la gran mayoría los había vendido. Quizás podría ahorrar para un computador portátil, ya que su antiguo tarro consumía mucha electricidad y apenas prendía algunos días. No obstante, luego se desengañaba. ¿De dónde sacaría el dinero? ¿Y para qué necesitaba un computador? No lo necesitaba, era un capricho sin sentido.

                —Estás pensando —le interrumpió Ágata, que se había acercado a él un poco más—. ¿Es por eso que no me has llamado? ¿Por qué has estado mucho tiempo pensando?

                —Tal vez —admitió Pablo, un poco entristecido—. Es solo que… hay tantas cosas. Mira este lugar —señaló con una mano la pequeña habitación—, no es precisamente mi palacio soñado ¿sabes?

                —No pienses en eso —insistió ella, con el rostro algo más serio—. O tendré que irme, lo sabes. Mira, tienes mucho tiempo para ver lo lúgubre que es esta habitación. ¿Qué tal si ahora simplemente nos relajamos un poco?

                Él bajó la cabeza. Ella tenía razón. Pero no siempre saber qué es lo razonable hace que los malos pensamientos desaparezcan. Asintió con la cabeza, pero aún sentía el corazón acongojado, un estado de ánimo que se venía repitiendo mucho tiempo. Lo mejor era no pensar. No pensar en que tenía muchas cuentas sin pagar, que debería buscar otro trabajo para costear todo lo que necesitaba, que no lograba pintar desde hacía mucho tiempo. No pensar en nada. Solo en ella. La que iluminaba la oscuridad de su pequeño y solitario cuarto.

                —¡Ves! Estás sonriendo, eso me gusta. —Ágata ya había sacado su guitarra de la funda negra en que siempre la traía y le miraba con entusiasmo—. Sé que te gusta algo de música de excelente calidad, como la mía —presumió la chica—. ¿Cuál prefiere el público hoy?

                Él sonrió ligeramente, sin hacer aún contacto visual y murmuró con la tranquila complicidad que dan años de conocerse mutuamente:

                —Mi favorita, por favor.

                —¡El público ha hablado, señoras y señores! —exclamó la mujer con su usual y chispeante alegría. Lentamente, encontrando los acordes y las notas precisas, comenzó a rasgar su instrumento lentamente y a comenzar a tararear la melodía. Pablo entrecerró los ojos, como transportado a un mundo diferente con la sola fuerza de su música. Era en momentos así en que él realmente observaba a su compañera de toda la vida.

                Su cabello largo y ondulado que siempre llevaba suelto y desordenado, como recordando tiempos de necia rebeldía. Sus ojos enmarcados por una tenue sombra negra, resaltando el color miel que desde siempre había caramelizado su mirada. Las manos finas, sin accesorios; las muñecas con pulseras de múltiples colores. La ropa holgada y cómoda, impropia a una chica joven, los colores claros. La vida.

                —Somewhere over the rainbow…—comenzó a cantar ella suavemente, en un tono diferente a las versiones diferentes de esa misma canción. Era la favorita de Pablo, porque le recordaba a su infancia, cuando su hermana solía cantarla a todo volumen en su pieza. Muy hippie, por supuesto. También le gustaba, porque le recordaba a Ágata, la que había conseguido transformar un recuerdo de niños en una experiencia de adultos, donde su voz ya madura, aunque todavía demasiado joven, acariciaba la música de forma diferente.

                Pablo sentía que mientras escuchaba la canción renacía en él el amor por pintar. Dirigió su vista hacia el rincón donde guardaba sus telas y sus estropeados bocetos, abandonados por algún tiempo. Miró a Ágata, quien sonreía al cantar; asintió con la cabeza ante la pregunta muda de él para luego cerrar los ojos y continuar cantando.

                —… blue birds fly.

                Pájaros azules. Cielos claros. Vida. Pasión. Música. Se levantó de la cama y se acercó al pequeño mueble a donde había relegado sus materiales. Lo abrió y sacó todo lo que necesitaba, contemplándolo con una sonrisa vacilante en su rostro. “Así como no todos los que existen, viven… no todos los corazones que palpitan, laten”. Y él quería que su corazón volviera a latir.

                —¿Volverás a pintar? —preguntó Ágata, con la guitarra en su regazo. Él asintió con la cabeza, de espaldas a ella, observando los pinceles y las usadas pinturas como viejos amigos que hubiera relegado por demasiado tiempo—. ¡Eso es genial! ¿Ves? Solo necesitas un empujoncito.

                —Solo te necesito a ti —dijo él y ambos sabían que el tono de su voz revelaba tanto anhelo como tristeza.

                Ella se levantó también, situándose justo al frente de él. Era más baja y sus ojos quedaban a la altura de su nariz, por lo que simplemente sonrió cuando comenzó a tocarle el pecho con sus dedos índices, de forma infantil y juguetona.

                —Si he sido lo que soy fue en tu regazo, si he sido vida, ha sido por darte a ti la vida. Amiga. —Sin música no era lo mismo, pero ella entendió de inmediato lo que se refería.

                —Miguel Bosé. ¿Alguna vez harás versos propios? —se burló Ágata, acurrucándose en su pecho. Él la abrazó, sintiendo la usual calidez vaga, el fantasmal sentimiento que nacía en su pecho, pero que no alcanzaba a ser absoluto. La besó en la frente, cerrando los ojos con fuerza. Pese a la tristeza que lo abatía, una profunda alegría llenaba su pecho.

                —Gracias, Ágata —susurró cuando se hubieron separado un poco. La chica, como siempre, sonreía ampliamente, con esa chispeante sinceridad que había sido su obra maestra. Ella hizo un gesto, sin darle importancia y se tiró nuevamente en la cama, como una chiquilla—. ¿Vendrás a visitarme otra vez?

                Ella se rió.

                —Cada vez que me llames. Así que depende de ti, tontito. Me gusta oír latir fuerte tu corazón, es divertido. A mí no me pasa tanto ¿sabes? Solo cuando estoy aquí, claro. —Se palmeó la frente, como si aquello fuera realmente obvio—. Yo te agradezco el que me permitas estar aquí.

                —No podría hacerlo sin ti.

                —Lo sé. —Se cruzó de brazos, como una ganadora que acabara de conseguir su último triunfo, consiguiendo arrancarle una sonrisa—. Andas muy serio, reír es saludable. Y… estás temblando. Hace frío ¿no? Deberías cubrirte o te pegarás un resfriado. —Frunció el ceño, algo dubitativa—. ¿Así se dice cuando te enfermas?

                —Sí, así es.

                —¡Pues cúbrete o te resfriarás!

                —Está bien, está bien. Golpéame para la próxima.

                —Lo haré, no te preocupes. —Empuñó una mano e hizo la mímica de boxear contra algo invisible. Inmediatamente después, con las sonrisas grabadas en el rostro de cada uno, se hizo un silencio previo al inevitable final. No era un silencio incómodo, sino de expectaciones. A veces llegaba a ser opresor, cuando las cosas no terminaban de salir bien, pero en aquel día todo había salido aún mejor, por lo que simplemente era un silencio un poco melancólico. —Tengo que irme ahora, Pablo.

                Él asintió con la cabeza y alargó una mano para tocar la suya. Fue solo un último toque, mientras ella parecía desdibujarse en la memoria, llevándose consigo su melodía, sus ojos de caramelo y, por sobre todas las cosas, su guitarra. El joven parpadeó un segundo, aún con la mano estirada, como si aferrara algo, sintiendo en las yemas de los dedos la textura de la pintura. Alzó la vista y vio que una sonrisa eterna le devolvía el gesto. El cuadro de la joven guitarrista de ojos de jarabe y actitud rebelde debía ser una de sus mejores creaciones.

                —Volveré.

                Él sonrió. Lo sabía. Cubrió el cuadro nuevamente y le dio la espalda, buscando los pinceles que necesitaría para comenzar un nuevo trabajo. Volvió a sonreír y observó levente los sucios vidrios de su ventana. Negó con la cabeza. Había mucho que hacer todavía. Muchas pinturas que crear. Muchas cosas que hacer. Tenía todo aún. Y lo haría.

                Pero definitivamente tendría que limpiar esos vidrios pronto.

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