Del baúl XVIII

domingo, 8 de enero de 2012

Los niños son solo niños

Estaba todo demasiado oscuro. La casa crujía con los ruidos de la noche y las sombras acechaban en los rincones de forma horripilante y retorcida. Los que antiguamente eran montones ropa inocentes y aburridos, ahora eran monstruos grotescos que lo miraban con ojos maliciosos y burlones y los contrastes de colores, formaban nuevas criaturas que vigilaban su sueño.

Sus sábanas eran su única protección. Tenía ya siete años y sabía que no era inmune al mal que traía la oscuridad, sabía que estaba siendo un niñito miedoso y tonto, que creía estar a salvo en su cama, pero no por eso dejaba de observar la oscuridad de su habitación con la respiración agitada. ¿Por qué la casa no dejaba de sonar? La madera, las persianas, el piso. Todo sonaba. ¡Eso! ¿Qué había sido eso?

Un sollozo se atoró en su garganta y se sintió humillado e infantil. Ya era un niño grande, en unas semanas cumpliría ocho años. ¿Qué diría su mamá si lo viera llorando por la oscuridad de la noche? Le diría que fuera valiente y que no hiciera caso a los monstruos en la ropa y las sombras. Que no había nada allí. ¡Pero esos eran ojos!

Daniel saltó de su cama y prendió la luz, observando su habitación, sintiendo cómo su pecho subía y bajaba. Los ojos desaparecieron, siendo reemplazados por dos manijas blancas que abrían las puertas del clóset frente a su cama. Bajó la mirada, nuevamente avergonzado, pero todavía con el corazón palpitándole fuerte en el pecho. Se llevó la mano al centro, donde debía estar su corazón —¿O era la derecha? ¿la izquierda?— y contó algunas veces, tratando de retener los números en su cabeza.

Se rascó la cabeza y se sentó nuevamente en su cama, con la luz encendida y mirando a su habitación. Podría poner la televisión, pero realmente no quería ver nada. Tenía sueño y quería dormir, pero ya no podría. No hasta que mamá volviera. ¿Por qué tardaba tanto? Había dicho que simplemente había tenido que atender una emergencia en el hospital. Le había dicho que se quedara tranquilo, que ya volvía y que se quedara dormido.

Miró sus manos, moviendo los pies, somnoliento. ¿Y si dormía con la luz encendida? Su mamá llegaría y la vería y pensaría que era un cobardica. Tenía que apagarla antes de quedarse dormido, ¿pero cómo? Sería genial simplemente que la luz se apagara sola cuando se quedara dormido. Cuando fuera mayor, inventaría algo así. Y poder atraer las cosas  con solo pensarlo. ¿Por qué la gente mayor no inventaba esas cosas? Bueno, mejor para él. Sería famoso y solucionaría todos esos problemas obvios.

Sin embargo, no podía quedarse dormido y no podía apagar la luz. ¿Qué iba a hacer? Saltó de la cama y salió de su habitación, tratando de ver en la oscuridad del pasillo. Era un pasillo largo y bastante estrecho que servía para jugar, pero que de noche era desagradable. Había armarios pegados a las paredes, cuyas puertas eran de madera. Odiaba la madera, siempre sonaba demasiado. ¿Por qué no podía ser más silenciosa? ¿Por qué tenía que crujir y resonar como si algo respirara dentro?

La tensión del pasillo pudo más que él y Daniel tuvo que abrir los clóset para asegurarse de que nada se ocultara adentro. Solo ropa. Aunque el suficiente espacio como para que un asesino pudiera esconderse y atraparlo en cualquier momento. Eso no le gustaba nada. Cada vez que pasara por allí al baño por la noche, tendría que correr para escapar. Sintiendo el cosquilleo de frío y temor en su espalda y ya sabiendo que unas manos negras estaban por tomarlo de los hombros, debió correr y prender la luz. No obstante, al hacerlo, una tabla del suelo que estaba algo chueca, sonó, quebrando todo el silencio y provocando que Daniel soltara un grito de terror. Jadeó, mirando la tabla, sabiendo que no debía decir malas palabras.

—Estúpida tabla —soltó de todas maneras. Llevándose una mano al pecho nuevamente, observó a su alrededor. Todo estaba en orden, todo estaba iluminado y tranquilo. El pasillo, los cuartos, los muebles, los cuadros colgando de las paredes. Estaba solo. Y eso estaba bien. Nadie más tenía que estar allí. No hasta que llegara mamá. Se quedó allí, con un pijama que le quedaba algo corto, descalzo, sintiendo el frío bajo las plantas de sus pies. Miró a su alrededor, amagando un bostezo, cuando la oscuridad del baño que estaba justo al fondo del pasillo lo volvió a sobresaltar.

¿¡Qué era esa mano que se formaba en la entrada!? ¿¡Quién estaba allí?! Ahogó un grito en su garganta y retrocedió, tropezándose consigo mismo. En un acto irracional de valentía y desesperación corrió en dirección contraria, hasta el fin del corredor, sintiendo aquella mano alcanzándolo en cualquier momento. Prendió todas las luces a su paso, sin descansar hasta que toda la casa se convirtió en un gran farol encendido y brillante.

Cansado y aún sintiendo miedo, volvió al pasillo y se sentó allí, apoyando la espalda contra los armarios de madera y con las rodillas pegadas a su pecho, controlando su propia respiración. Eso le sucedía todo el tiempo que se asustaba: se producía en él una secuencia de sobresaltos que terminaban por paralizarlo, por lo general, en su cama, acurrrucado y temblando. Pero en ocasiones como esa, allí no se sentía seguro. Necesitaba más luz. Y solo en el pasillo le llegaba.

Contó los minutos hasta que no supo qué números seguían a los que estaba apuntando en su cabeza o cómo se pronunciaban. Quizás estaba exagerando. Quizás era más temprano de lo que pensaba y solo estaba asustado por haberse despertado en medio de la noche sin la compañía de mamá. Debería irse a dormir como un hombre. Pero, por alguna razón, no le convencía moverse de ir allí. En realidad, no le apetecía moverse en absoluto.

—No te asustes, Daniel.

Pegó un grito, pegando sus manos a la pared al oír una voz masculina y suave a su lado. No habían más chicos en casa que él, eso estaba mal. ¿Y si era un ladrón? ¿O un villano? ¿Tendría que derrotarlo? Pero cómo. No podía, sus armas estaban en la habitación del fondo, junto a sus juguetes. ¿Podría correr y alcanzarlos? ¿Y si él tenía un arma?

La risa del desconocido, una risa musical y tranquila, amigable, interrumpió sus pensamientos. Alzó un poco la vista, pero se vio encandilado por un brillo imposible, como si estuviera mirando directamente a la bombilla encendida de una lámpara. Aquello era dañino. Se lo habían dicho sus profesores y su madre lo repetía cada vez que podía, pero lo cierto es que a veces le gustaba esa sensación de mareo que le daba mirar la luz. Ahora sentía exactamente lo mismo. No podía ver a quien le hablaba y aunque su voz era tranquilizadora, no podía fiarse. Todos los malos usaban ese truco.

—No soy un criminal, Dan. —La voz del desconocido era divertida y casi enternecida. Le parecía la voz de un hermano mayor o de un amigo—. Mira, creo que me apagaré un poco para que puedas verme.
La luminiscencia descendió un poco, dejando ver algo que a Daniel se le hizo demasiado extraordinario. Se trataba de un chico mayor, debía tener cerca de veinte años, lo que era casi una edad infinita, pero no tenía la cara burlona y desagradable de algunos de los mayores que había visto, todos vestidos raros y hablando de manera extraña. Parecía agradable. Como un hermano. Daniel se quedó mirando su cuerpo brillante con una expresión sorprendida en el rostro, un poco temeroso.

—Estás brillante… —musitó en voz baja, haciendo el ademán de tocarlo, pese a que no se atrevió a hacerlo realmente. Hizo una pausa un poco nerviosa, bajando la mirada—. ¿Estoy.. soñando? —“Tal vez estoy loco”, pensó, recordando a aquellos señores que habían visto en clase que actuaban de manera rara y veían cosas inexistentes. Demete.

—Es demente —le corrigió el joven con tranquilidad y Daniel pegó un grito, señalándolo con el dedo—. No estás loco, amigo. —Se encogió de hombros—. Al menos yo no lo creo. Creo que los demás están por llegar.

—¿Los demás? —Tragó saliva, mirando a su alrededor, sintiéndose aún más alarmado—. ¿Quiénes? ¿Quiénes vienen?

—Más como yo —aseguró con una sonrisa cómplice.

Un fogonazo de luz recibió sus nuevas preguntas. Se cubrió los ojos con sus manos, sintiendo que la cantidad de brillo lo lastimaba, pero no se atrevió a moverse. En realidad, no fue que no se hubiera atrevido, era más bien que no tuvo la oportunidad. Todo sucedió en un abrir y cerrar de ojos, lo que, en su caso, se cumplió al pie de la letra.

Y su primera reacción fue la de retroceder repentinamente hacia el armario de madera, apegando su espalda a la puerta, que crujió y lo hizo sobresaltarse aún más. Se llevó una mano a la frente, como si estuviera tomándose la temperatura, lo que causó que el círculo de sus acompañantes mágicos —no encontraba otra forma de describirlos— se echaran a reír a carcajadas.

 —Tranquilo, chico, que no mordemos. —Dijo otra voz diferente, algo más grave. Se trataba de un chico de la misma edad que el anterior, algo más bajo y robusto, con una nariz prominente y una sonrisa igual de brillante que el resto de su cuerpo—. ¿Qué tal si nos presentamos, chicos? —Se dirigió al extraño grupo, como animándolos a participar—. Mi nombre es Coman. —Señaló a otro chico, idéntico a él, igual de robusto y algo más bajo—. Él es mi gemelo, Connor.

—Lo genial que es tener nombres parecidos. —El aludido rodó los ojos, pero sonrió con cordialidad.

—Harry —indicó el primer de los muchachos, asintiendo con la cabeza.

—¡Hey! ¡Hey! ¡Aquí viene Pascual! —Una voz más aguda y chillona interrumpió en la escena y un chico algo más joven que el resto se apareció junto a él, mostrándole una mano para que chocaran palmas. Daniel lo hizo con cierta timidez y el tal Pascual aferró su mano con fuerza, remeciéndola como si fuera alguna clase de saludo fraternal. Su expresión era enérgica y divertida, como si todo en la vida fuera una broma eterna.
El niño se sentía intimidado, pero intentaba no demostrarlo. Quería mostrarse tranquilo y firme, como debía ser. Pero le costaba sostenerle la mirada a cualquiera de los allí presentes y todo en lo que podía pensar era qué le diría a mamá cuando llegara y viera a esos señores allí, hablando tranquilamente por allí. ¿Lo castigaría? ¿Cómo le explicaría que no sabía cómo habían aparecido? ¿A quién podría contarles? Ninguno de sus amigos le creería. Seguramente se burlarían y lo llamarían demete.

—Demente —volvió a corregir Harry, apoyando una mano en su hombro—. Puede sentarte si quieres.

—¡Sí! ¡Adoro el parquet! —exclamó Pascual con una sonrisa, deslizándose rápidamente hasta el suelo y sentándose como indio, balanceándose infantilmente—. Bueno, ¿de qué vamos a hablar?

Daniel frunció el ceño y se sintió cohibido. Intentó decir algo, pero no lograba encontrar nada para decir. No se sentía bien. Estaba cansado, asustado, ansioso y muy confuso. No entendía quiénes eran ellos o por qué estaban allí. Bajó la mirada, con la intención de quedarse en silencio, pero sentía la mirada de todos ellos sobre él y no podía evitar sentirse mal.

—Oh, vamos, ¿por qué tan triste? —preguntó Coman que se había sentado al otro lado de él, apagando un poco su luz con las rodillas algo flexionadas—. Estamos aquí para hacerte pasar el rato.

—Sí, nos iremos cuando ella llegue —aseguró Harry, que se había mantenido de pie y le sonreía con amabilidad—. Ya sabes, tu mamá. No sabrá que estuvimos aquí, te lo prometo. —Le guiñó un ojo—. No te meterás en problemas.

—¿De veras? —balbuceó el niño, aún con la mirada baja, mirándose las manos con nerviosismo—. Pero… ¿quiénes son?

—Solo lo mejor que te ha pasado en esta noche —volvió a gritar el más activo de los cuatro, Pascual—. Estabas algo solo y pues bueno, ¿por qué no hacerte compañía hasta que te duermas o algo? Aunque realmente espero que podamos hablar de algo entretenido antes que pase.

—¿Están en mi…? —Señaló su cabeza con la mano.

—Hey, deja de preocuparte por eso —le aconsejó Connor, haciendo un gesto por la mano—. Dime, ¿qué edad tienes?

Comenzó a hablarles lentamente, primero sobre cosas sin importancia y luego contándole cosas que solía esconder de sus amigos, sus secretos o incluso cosas épicas, como que había logrado finalmente matar a una mosca con un periódico viejo, una de sus muchas metas en la vida. Mientras hablaba, olvidó que eran cuatro chicos extraños, brillantes, sin ropa definida y que tendrían que desaparecer cuando mamá llegara. Olvidó que aquello no era normal, porque no importaba. En todo caso, muchas de las ideas pronto desaparecían de su mente, siendo reemplazadas por otras. Era un niño inquieto y, en lugar de cuestionarse cosas que no venían al caso, prefería saber más de sus desconocidos.

Aunque era cierto que prefería hablar que escuchar.

Harry solía ser el más sereno, calmando sus repentinas dudas con sus palabras y amable expresión. Los gemelos solían ser más teatrales, imitando movimientos y haciéndose bromas entre ellos, pero siempre incluyendo a Daniel en sus juegos ocasionales. Pascual definitivamente era el más loco de todos, saltando por el lugar, haciendo piruetas, hablando en voz demasiado alta y siempre contando cosas sin sentido. En ocasiones, Daniel comenzaba a sentir sus ojos pesados y cuando eso ocurría, la luz brillante de sus amigos se comenzaba a apagar lentamente.

—¡No, no se apaguen! —decía entonces y ellos volvían a arder fuertemente, como si recargaran energías. Continuaron hablando, esta vez contando anécdotas, que apenas lograba entender y que apenas oía, porque, aunque no quisiera admitirlo, el sueño lo vencía y simplemente trataba de mantenerse despierto para que ellos no se apagaran. No quería que se apagaran. Y, por lo demás, le agradaba ver que cada vez que les pedía que no lo hiciera, Pascual hiciera una voltereta en el aire y cubriera con su luz todo el lugar.

—¿Cuál es tu animal favorito? —preguntó por tercera vez Coman, codeando a su hermano gemelo, que trataba de imitarlo burdamente.

—Ya se los dije… el le…le…león —bostezó profundamente, apoyándose en la madera del armario y cerrando los ojos un momento—. ¿Qué hora es?

—Es tarde, pero creo que ya está tu mamá por llegar —indicó Harry, volteando un poco hacia el elegante reloj que adornaba el comedor cercano. Miró a sus compañeros y asintió con la cabeza—. De hecho, creo que ya está aquí.

—Y el chico cayó dormido —señaló Pascual, haciendo un gesto de derrota—. ¿Deberíamos apagar las luces? —Connor y Coman negaron con la cabeza, indicando con su dedo al pequeño que dormía allí. Pascual asintió con la cabeza y los cuatro extraños jóvenes esperaron unos segundos—. Fue divertido ¿no?

—Espero que cambien mi bombillo —rió Harry—, que el chico se pasa prendiéndome y siempre se le olvida apagarme. No es agradable después de seis horas.
 
—El drama de ser una lámpara, viejo —le codeó Pascual.

Poco a poco, las cuatro luces comenzaron a desvanecerse. Daniel estaba profundamente dormido, apoyado contra la puerta de madera del armario, con el atisbo de una sonrisa en sus labios. No sabía qué pasaría cuando despertara, pues sus pensamientos se habían diluido en el mundo de los sueños, donde los rostros de sus amigos brillantes eran mucho más reales y tangibles. Donde no era extraño que las cuatro luces  principales de su casa se transformaran en amigos.

Las llaves de la puerta tintinearon cuando la madre del chico entró, cansada, pero apresurada a su hogar. Sabía que ya era tarde y lamentaba haber tenido que dejar a su hijo solo en la casa, pero no había tenido opción. Además, seguramente el chico habría visto televisión o usado el ordenador en su ausencia, a pesar de su órdenes. Dejó los bolsos y las carpetas en la mesita junto al vestíbulo y se extrañó de que hubiera luces prendidas. Comenzó a preocuparse súbitamente, sin mucha razón y recorrió el camino restante apresurada, haciendo resonar los tacos en la madera.

Se detuvo, entre aliviada y sonriente, al ver el cuerpo de Daniel acurrucado en el pasillo y sumido en los sueños. Sin hacer ruido, apagó las luces del comedor y la del corredor donde estaba, tomándolo en brazos y cargándolo hasta su habitación. Seguramente le había dado susto quedarse solo y por eso había encendido todas las luces. Los niños son solo niños.

Daniel, sin saber qué ocurría, semi despierto y aún somnoliento, sintió cómo alguien lo llevaba a su cuarto delicadamente. Sus párpados volvían a cerrarse, pero vio los ojos de su mamá y sonrió, tranquilo. Estaba a salvo, finalmente. Sin embargo, lo más sorprendente fue, que antes de que ella apagara la luz del velador, pudo ver clara y nítidamente el rostro de Harry tras ella.

Un segundo después, la oscuridad volvió a apoderarse de él.

Y el guiño de Harry lo acompañó en sus sueños.

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