Literautas #3: Pólvora

sábado, 20 de octubre de 2012



Nota de la Autora: Este es el tercer ejercicio de Literautas, consistente en comenzar un relato con el diálogo "Parece que va a llover". Algo extraño, pero hoy parece que mi inspiración está algo retorcida. ¡Un saludo!

***

 ―Parece que va a llover ―murmuró su colega Ugarte cuando salieron de la oficina. León no le prestó atención, asintiendo quedamente ante esas palabras irrelevantes y caminando a su lado con aburrimiento. Ugarte siempre parloteaba sin parar cuando salían a almorzar, aunque no hubiera absolutamente nada de lo que hablar: siempre encontraba alguna tontería para comenzar a ejercitar su lengua.

―Hmm…

―¿No te parece a ti? Está como tibio y hay demasiadas nubes… Seguro que va a llover y cuando lo haga…

… te juro que te vas a arrepentir, maricón de mierda ―gritó su padre, indiferente a sus lágrimas de niño confundido. Rompió el vestido que llevaba con sus propias manos y lo golpeó en la cara. Intentó huir, pero lo agarró del cabello―. ¡Vas a ver lo que es bueno! ¿Me oyes…?

… ¿León? ¿Me estás escuchando? ―Ugarte le palmoteó un poco la espalda y él parpadeó un par de veces, algo asustado y, a la vez, irritado con su colega―. ¡Te quedaste en las nubes, viejo! ¿Te pasó algo? ¿Viste a tu ex? ―rió entre dientes con la mala broma, aunque parecía decepcionado por la poca recepción que tenía.

―No, nada.

―Hombre, sabes que puedes contarme…

―Tengo hambre, vayamos al “Guatón”. ―Su tono firme convenció a Ugarte, quien, pese a su inherente curiosidad, también sentía los estragos del hambre en su estómago ejecutivo. Pronto, aquel incidente pronto se perdió en su memoria y León hizo todo lo posible por distraer su atención y la de su compañero, aunque no probó bocado.

Horas más tarde, cuando nuevamente estaban ambos frente al computador de la oficina, León no pudo evitar que su ceño se frunciera y los números de la pantalla se comenzaran a borrar un poco. Hacía exactamente cinco años que había empezado a trabajar en la empresa Telx y jamás en todo ese tiempo se había quedado dormido en el trabajo. «Eso es para los vagos del tercer piso», solía decir no sin cierto desdén. 

Por eso, cuando comenzó a cabecear y dejó de escuchar los chistes sexistas de Ugarte al otro lado de la oficina, supo que algo andaba mal. Sacudió la cabeza para despabilarse, pero lo único que lograba era que una sensación extraña, como si todas sus extremidades se hubieran desconectado y ninguna obedeciera. Como si su cabeza pesara varias toneladas y no pudiera levantarla del escritorio sin sentir un dolor intenso.

―¡Te mataré con mis propias manos, enfermo degenerado!

Gritó tan fuerte como pudo cuando sintió las manos de su padre cerrarse alrededor de su cuello, pero rápidamente el aire se hizo escaso. Trató de defenderse, pero solo pudo liberarse cuando una botella se estrelló contra la cabeza del hombre que intentaba matarlo y los sollozos de su madre estallaron entre sus gemidos de dolor y humillación. Se acurrucó en el suelo, jadeando y sorbiendo los mocos que caían de su nariz, temblando e incapaz de levantarse del suelo y consolar a la mujer que había salvado su vida. 

―Dios mío, Dios mío… ¿Por qué nos pasó esto? ¿Qué hicimos, Dios mío? Siempre hicimos…

―… lo mejor posible. ¡Es primera vez que lo veo así! ¿Deberíamos llamar a…? ¡Hombre! ¡Al fin! ¡Creíamos que te había dado un ataque! ¿Estás bien? 

¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué vamos a hacer?

―¡Alguien llame a una ambulancia!

Nos va a matar cuando despierte… no podemos hacer nada… Dios mío, ¿qué vamos a hacer ahora?

León soltó un rugido y se abalanzó sobre su padre, que estaba tirado en el suelo, inconsciente y sangrando. Seguía temblando y llorando como un niño, pero un odio irracional manejaba sus puños junto al coro lastimero de su madre. Golpeó su cuerpo dormido, recordando cada toque, cada golpe, cada escupitajo y cada abuso. Golpeó hasta cansarse de su propio dolor. 

¡Déjalo! ¡Déjalo, hijo! ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios! ¡León…!

―… ¡Ya déjalo de una vez, joder! ¡Ya déjalo! ¡Déjalo, cabrón!

Solo se dio cuenta de que no estaba dormido cuando su espalda golpeó contra su propio escritorio. Temblaba y jadeaba, sin recordar cómo había llegado al suelo y por qué tenía los nudillos adoloridos. Cuando vio el rostro sangrante e inconsciente de Ugarte y las expresiones demoníacas de sus compañeros de trabajo, recordó donde estaba.

Y gritó. Había empezado a llover.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Santa Template by María Martínez © 2014