Cátedras

viernes, 12 de octubre de 2012

«Y recuerden: todo esto, todas estas reglas, todo este sistema tiene un solo objetivo y un solo fundamento: mantener la paz».

La fuerza de las palabras del profesor dejó a la clase sumida en un silencio conmovido que pronto se rompió para expresar esa misma admiración y emoción que habían sentido. Los murmullos no se dejaron escuchar y el profesor, entre divertido y resignado, sonrió también ante la reacción que había generado.

―¿Qué sucede? ―preguntó.

Una alumna, tartamudeando y con cierta torpeza, respondió en nombre de todos.

―Eso fue muy lindo.

Él volvió a sonreír y asintió.

―Claro que es lindo.

Era mucho más que eso, por supuesto. Allí se demostraba la verdadera diferencia entre el profesor que realmente creía en lo que decía y aquel que solamente se limitaba a repetir información que perfectamente podría estar en una página web o un libro: la convicción, los ideales. Era un hombre de cuarenta años, experto en su área, sabía perfectamente todos los problemas, defectos y realidades desagradables que tenía la disciplina que estudiaba.

Pero aún así creía en el principio que la sustentaba y creía en los ideales que le daban vida y alma. Aquello era muy difícil de encontrar en días como esos y por eso había tocado los corazones ―aunque fuera un solo segundo― de sus alumnos. Más de uno recogería el mensaje y, pese a que quizás no siguiera en el área en que él se movía, lo guardaría dentro de sí como un bastión.

Sin embargo, solo eran normas. Solo eran teorías. Solo eran ilusiones efímeras, estructuras que caerían. «Mantener la paz». Aun así, valía la pena creer. Quizás fuera tan vano como creer en una Presencia perfecta. Quizás fuera tan vano como creer en la bondad de los hombres. Pero, ¿qué perdía con intentarlo?

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