En nombre de las letras

martes, 9 de octubre de 2012

―Y este día les digo a todos: lloro por el futuro de la Literatura ―dijo el Escritor al ser escuchado por el salón en pleno―. ¿Acaso han visto la Tierra en los últimos años? ¿Acaso han echado una mirada a ese lugar que fue nuestra morada? ¿Acaso han visitado el nido que acogió nuestras glorias?

El viejo escritor sabía muy bien su oficio. Los recién llegados eran novatos y escuchaban complacidos su discurso repetido, como si sus palabras fueran la más grande Verdad jamás dicha. Continuó con su perorata cerca de tres horas más, criticando y ninguneando a todos aquellos que ahora le sucedían y alabando a todo lo que habían logrado en el pasado.

De pronto, un ángel joven y algo confundido, levantó la mano a la vez que pedía disculpas a su compañero por golpearle involuntariamente con una de sus alas.

―Tengo una pregunta.

―Adelante. Esta es la última generación de jóvenes que vale la pena escuchar.

―¿Hace cuánto que no ha visitado la Tierra?

El coro de murmullos y comentarios no se hizo esperar. El ángel que estaba junto a él y que se había estando masajeando el ojo debido al golpe de las alas, trató de tirar de su manga, para que se sentara y reparara aquella metida de pata, pero no le hizo el menor caso y se mantuvo tieso como una vara, con una mirada curiosa y desafiante en su rostro.

Uno de los Centinelas de la reunión frunció el ceño y se había preparado ya para intervenir y sacar de la sala al insolente, pero fue el propio Escritor quien levantó una mano e impuso orden y silencio a aquel hervidero de cuchicheos. En su expresión se denotaba la molestia, pero procuró mostrarse sereno y paciente con aquel joven discípulo, que no era el primero ni sería el último en cuestionarlo. «Una manía humana».

―Hace algún tiempo, joven. ¿Cuál es tu nombre?

―Erick. Erick Cáceres, señor. ―El viejo asintió con la cabeza.

―Dime, Erick… ¿Por qué estás aquí?

El muchacho miró a sus compañeros que ahora lo miraban con algo más de respeto y quizás una naciente admiración y volvió a dirigir sus ojos hacia el Escritor, que, podía notarlo, no estaba muy a gusto con todo aquello. Le explicó en breves palabras que estaba allí, porque, tal como todos, había muerto, pero le gustaba escribir, por lo que al oír que uno de los escritores más renombrados estaba dando una charla, había acudido sin demora.

―Agradezco tu admiración, Erick. Ahora dime, ¿a qué viene tu pregunta?

―No creo que la literatura esté muriendo ahora en la Tierra. ―Una chica de la tercera fila asintió con la cabeza y continuó con más ánimo―: Creo que todavía hay mucho futuro por delante y que no tiene sentido criticar lo que todavía no ha ocurrido.

―Pareces no entenderlo. No te preocupes, es bastante normal en los recién llegados. Si observaras la tierra en los últimos cinco años te darías cuenta que las cosas han cambiado muchísimo. ―Todo el salón había vuelto a sumirse en el silencio, atentos a aquella esgrima verbal entre maestro y aprendiz―. Ya nadie vive la literatura. Nadie sufre por ella. Nadie sangra junto a ella…

―No es cierto.

―… ¡Ya a nadie le interesa contar una historia! ¡Solo unen imágenes! ¡Solo escuchan! ¡Tocan! ¡Ya nadie crea! ¡Nadie imagina! ¡Ni siquiera lo intentan! ¡Nadie se desvela pensando en cómo enfrentar el vacío de una página en blanco! ¡Nadie…!

―¡¡No es cierto!!

El Centinela avanzó entre la multitud y tomó al joven ángel de un brazo, que se zafó de un manotazo, mirando con rabia al viejo Escritor que, incapaz de creer que lo habían interrumpido con tanta insolencia, le devolvía la mirada con una creciente indignación que bullía por todo su ser. Erick apretó los puños y hubiera sentido dolor si sus sentidos no hubieran empezado ya a apagarse gracias a la muerte.

―¿Por qué dices eso?

Él había vivido y sufrido por las letras. Se había enamorado gracias a ellas. Había pasado noches tratando de domarlas, de seducirlas, de llamarlas a su lado. Y lo más importante…

―Porque amé a alguien con quien competía para crear la mejor historia de la humanidad.

―Bueno, muchacho, pero…

―Y ella me mató por eso ―Sus pasos resonaron por todo aquel salón y, aunque no podía llorar, el joven abandonó la sala con el corazón aún queriendo latir en su pecho.

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