Si me dieras cinco líneas para romper las reglas...

lunes, 26 de noviembre de 2012

Si me dieras cinco líneas para romper las reglas simplemente te gritaría que te amo como siempre lo hago en mis pensamientos y correría por las calles con una sonrisa en el rostro, desentonando y desgarrando convenciones, lloraría en un cumpleaños y reiría en un funeral y todo sería un suspiro, un instante, un segundo y quizás jamás habríamos sido nosotros y quizás no serías lobo y yo gato, pero escribiría, porque escribir es rebelión, instinto y torrente. Aún así, ¿por qué lo preguntas? ¿Acaso hay mejor forma de romper las reglas que amarte?

Quizás...


El Fantasma #1: Escritura Automática

Nota de la Autora: Aquí un nuevo ejercicio literario, en esta ocasión, de la mano de la página El Fantasma de la Glorieta ―cuán irónico es eso ¿eh?―, una página buenísima para los que somos aprendices de escritores. Utiliza bastante la plataforma de Twitter para microrelatos, pero también organiza talleres literarios. 

En esta ocasión, participé del tema "Escritura Automática", consistente en escribir lo primero que se te venga a la cabeza, sin reglas, sin estructura y sin coherencia y ver qué sale. Fui nominada como Mención del Día por el VII, ya que mis primeros textos no eran tan espontáneos. Sin más preámbulos, presento mis incoherencias. ¡Un saludo! 

*** 
Escritura Automática (1)
I
Así que eso quieres oh es verdad siempre lo has querido siempre me has mentido pero también hay portátiles que son negros y que parecen crear fichas de color blanco con unos ojos demasiado simpáticos dame una razón para que los lobos de los sobres no canten esta vez para que bailes y no me dejes de reír y no me dejes de tocar y no me dejes de matar
II
Hay dos cosas que debes saber son tres y una copa de oro con plumas en su interior calendarios que tienen tonos morados y un león que ruge desde el horario de una carpeta negra cuatro cómics y poco dinero.
III
Hay prueba dicen todos pero yo realmente no siento más presión que la de mis audífonos que vibran como celulares cancerosos son increíbles las vacas que se posan sobre las lámparas como polillas que molestan en una noche que no termina hay dos desatornilladores en medio del océano y no sé qué harán ahí solo sé que hay tres formas de matarte y ninguna de ellas ha funcionado.
IV
Lápices que me rodean, verdes, amarillo, sin sentido que surgen. ¿Con g o con j?, pregunta alguien y lo parto con una espada, profesor de malas noticias que cuenta artículos mientras ella se come las uñas. Es rojo, sí o sí, no hay alternativas ni segundas partes: recuerda que hace frío y sus lentes se cayeron ¡Ay, cómo me duele el brazo cuando piensa en lenguas como iguanas! Humedad y una letra que no ha mejorado con el tiempo de cables. Achú, achú, achú salud, dinero y amor dice el ateo con una mueca sarcástica mientras sus riñones sonríen.
V
Vaya, estos romanos que salen de sus tumbas para poner palitos en hojas muy verdes. Aguantamos el dolor, frunce el ceño y escribimos mientras las voces son grises con botones. Había filas y minas y exhorto. Un mudo economista de valores: ruido de algo en una caja saltarina. ¿Le debes plata acaso? Risas que recuerdan maldades y un silencio expectante, cuántas son las probabilidades de saludar y sonreír. Me río.
VI
Todos mienten dicen los carteles que en silencio vibran como ventiladores y las teclas parecen no tener sentido mientras un número te anuncia que has llegado has llegado pero no existen porque no eres más que un instrumento para un fantasma y un azul para un círculo que yo misma siento pasar a través de la sangre de mi letra.
VI
Así que eso quieres oh es verdad siempre lo has querido siempre me has mentido pero también hay portátiles que son negros y que parecen crear fichas de color blanco con unos ojos demasiado simpáticos dame una razón para que los lobos de los sobres no canten esta vez para que bailes y no me dejes de reír y no me dejes de tocar y no me dejes de matar.
VII
Cien increíble que haya tan temprano y un artículo que en nada candelabro dicen todos los murciélagos de villancicos y cantos de pájaros que teclean una y otra vez en el miedo de eximirme o no o no o no un oído habla y yo te extraño como si fueras un hilo de ventanas y cortinas y un pendrive que no sale de su guarida donde caen trozos de techo en el fuego de una marioneta de graduación y aun así los buses y autos dicen cuantos celulares hay tres negruras de sexo y perdedores que lloran en cada pantalón negro pero cómo podré hacerlo cómo quieres vellos y uñas para terminar gritando como un audífono roto.

Susurro: Necios o justos

Cobardes necios que acusáis
al prójimo, sin razón
sin ver que sois una versión
de lo mismo que condenáis.

Si con cinismo sin igual
alardeáis vuestro desdén
¿Cómo pretendéis que obren bien
si vosotros mismos soñáis el mal? 

(Adaptación de un poema de Sor Juana Inés de la Cruz)

***
A veces me pregunto si tiene caso realmente anhelar otra cosa que la mugre y el egoísmo que reina el mundo. Al parecer, simplemente es cuestión de tiempo. De nada vale la voluntad, el conocimiento, la firmeza o la integridad... todo está a la venta y todo se corrompe por la ambición o el miedo. Un miedo cobarde, ni siquiera prudente, que simplemente balbucea excusas para consolar conciencias.
Ni siquiera quiero "filosofar" o pensar en sobre cómo deberían ser las cosas. Solo estoy enojada. Indignada. Molesta. E impotente al ver que incluso entre las cuatro paredes miserables y patéticas que llamo hogar, la hipocresía, la flojera, el conformismo y la cobardía son cosa de todos los días. ¿Que alguien hace algo indebido a solo metros de nuestras ventanas? ¡Pues critiquemos durante toda la cena! Oh, pero no se os vaya a ocurrir a alguno comentarlo, pensar en denunciar o en hacer algo. ¡Eso sería un escándalo!
Y una mierda, la verdad. Una mierda, porque así son todos. Así son exactamente todos. Y ay del que quiera ser distinto o que intente rebelarse, porque le cae todo el peso encima y sé por experiencia que la capacidad de convencimiento de un cobarde es alta. Lo sé, también lo soy en muchos sentidos. Sé lo fácil que es excusarse y lo fácil que es convencerse de que no hay otra forma de hacer las cosas, de que así son y así serán.
Sé lo fácil que es quejarse. Lo fácil que es mirar hacia otro lado y dejar de pensar en aquello que nos incomoda. Sé que a veces hace falta mucho dolor y muchísima rabia para poder actuar y que, aún así, en ocasiones no es suficiente.
Pero sé que cuando algo es injusto, que afecta a muchas personas y cuando hay algo que podemos hacer, debemos hacerlo. Despertar de nuestro letargo y arriesgarnos a hacer lo correcto. ¿Y qué he hecho yo para seguir mi propio consejo, dirán? He denunciado. Me he movido. He intentado luchar con los escasos medios que tengo y con las muchas cadenas ―algunas voluntarias― que tengo sobre mis muñecas y tobillos. He hecho algo. Quizás poco. Quizás nunca lo suficiente. Quizás insignificante, pero es más de lo que muchos. Y me avergüenza saber que yo, un pobre piojo miserable en el fin del mundo, he hecho más que otros tantos que podrían cambiar el curso de pequeños y valiosos destinos.
Escribir tampoco es suficiente en muchas ocasiones. Pero en esta oportunidad no estoy sirviendo a más causa que la de expresar mi propio desencanto. Mi rabia sorda que se enfría demasiado rápido, porque está acostumbrada a estar sometida. Mi impotencia y mi inutilidad. Ya que, si de algo me han convencido en estas malditas cuatro paredes, es eso: que soy inútil. Lo sé. Pero no soy más inútil ni más cobarde que cualquiera de vosotros. No soy más ignorante ni más soberbia que cualquiera de vosotros. No soy más despreciable ni más perdedora que ustedes.
Y eso es triste. Es triste ser así y comprobar que no se vislumbra nada distinto. Es triste comprobar que no hay modelos, no hay ídolos ni roles a seguir, que nadie siquiera aspira a ser distinto ni siquiera a intentarlo. Es triste saber que soy incapaz de ser más de lo que soy y es triste saber que no hay nadie dispuesto enseñarme. Es triste saber que soy inútil y que el resto también lo es y que a nadie parece molestarle.
Era cierto aquella frase que decía: "Lo único necesario para que la maldad triunfe es que los buenos no hagan nada". Aunque quizás cabría preguntarse si realmente alguien que no hace nada podría ser catalogado como una "buena persona". Porque, ¿qué buena persona mira a su alrededor, el sufrimiento, la injusticia, la desigualdad y el dolor y se siente conforme? ¿Qué persona puede observar el mundo, encogerse de hombros, marcharse y sentir que es buena? ¿Ni siquiera un cuestionamiento? ¿Ni siquiera una reflexión?
Me niego a pensar que no queda esperanza y por eso a veces me siento desesperada. Porque no hay desesperación sin un rayo de esperanza. Sé que hay gente allá afuera, gente que quizás lea esto o quizás no, que no se siente conforme y que esté luchando. Gente que dedique tiempo de su vida en pensar en por qué las cosas suceden y en qué podría hacer. Gente que, pese a que quizás le falte el valor de actuar, sabe que las cosas no están bien y hace lo que puede para cambiarlo. Gente que se sienta y realmente sabe que las cosas están mal y quisiera cambiarlas.
Gente que es diferente. Que es diferente de corazón, no por falta de oportunidades o poder. Gente que, si pudiera hacer el mal sin miedo, no lo haría. Gente justa. Porque el verdadero justo, no es aquel que no comete injusticias, sino el que pudiendo cometerlas... no quiere hacerlo. Y seguiré luchando dentro de mi propio metro cuadrado. Lo intentaré, aunque choque contra la ignorancia y el egoísmo una y otra vez y aunque mi propio miedo me arrastre hacia atrás.
Sé que hay gente distinta, porque yo quiero ser una y no soy mejor que nadie. Si yo lo intento, quiere decir que otra persona ya lo logró. Y eso es hermoso.

Susurro: Lo que somos

—¿Y entonces...?

—Solo nunca tuve la oportunidad... ni las ganas —susurró Alejandra con la vista baja y una sonrisa sarcástica. Era la expresión que siempre usaba cuando algo le avergonzaba o le dolía, pero quería quitarle importancia a un asunto. Y eso Elías lo sabía muy bien. —¿Por qué la curiosidad? 

El joven se encogió de hombros y le dedicó una sonrisa tranquila. 

—Solo me pareció curioso, ya sabes. No es muy común que una persona... Ya sabes.

—No haya tenido...

—Sí, eso.

—Lo sé. —El amargor fluía de sus labios libremente, pese a los esfuerzos que realizaba. 

—Hey, no quiero hacerte sentir mal ni mucho menos. No es como si fuera algo malo. Cada uno es como es. Cada uno decide qué quiere hacer. —Se apresuraba a tratar de remediar la situación de vulnerabilidad que había creado en ella, pero no encontraba las palabras adecuadas para hacerlo—. No es gran cosa tampoco.

Ella asintió quedamente con la cabeza y le volvió a sonreír. Fríamente. Con indiferencia. Con esa estoicidad que la caracterizaba y que, en ocasiones, irritaba a muchísimas personas. Elías hizo una mueca, pero no dijo nada más. Ambos continuaron estudiando en silencio, aunque era evidente que ninguno de los dos lograba prestar real atención a lo que leían.

Alejandra sentía crecer el odio en su interior por permitir que un tema tan natural como aquel, que quizás podría ser motivo de risa y de un buen rato entre amigos íntimos, le afectara tan negativamente. Sentía crecer su odio contra sí misma y también contra la familia que, irónica y dolorosamente, también amaba más que cualquier otra cosa, pero era también fuente de su angustia.

Elías parpadeó varias veces y se removió en su asiento, nervioso e incómodo, incapaz de eliminar la misteriosa tensión que se había generado entre ambos. Se recriminó el haber sacado el tema y estuvo el siguiente cuarto de hora ensayando disculpas en su mente, sin mucho resultado. 

—Oye, Ale, yo...

—No quiero hablar del tema, Elio —dijo ella con serenidad, pero sin mirarlo a los ojos—. De veras, no es gran cosa. Además, hay mucho que estudiar.
—Esta vez le dedicó otra de sus sonrisas elocuentes—. Y nos rajarán si perdemos el tiempo. 

—Vale, pero igual sabes que...

—Sí, lo sé. No hay problema.

Pero, por supuesto, lo había. Siempre lo había. Fuera él o fuera otro o no fuera nadie, los mismos pensamientos de degradación y desaliento se apoderaban de ella cada vez que bajaba la guardia. Elías no tenía por qué perder el tiempo con algo que era prácticamente una rutina para ella. De hecho, nadie tenía por qué molestarse en intentar comprenderlo ni en intentar consolarla. Esas tareas le correspondían nada más que a ella misma.

"Solo es sexo, ¿verdad?", pensó antes de cerrar los ojos un momento y soltar un suspiro cansado. Sacudió un poco la cabeza y volvió a concentrarse en sus apuntes, procurando arrancarse todos esos pensamientos. Ya habría tiempo para la autocompasión inútil cuando estuviera sola en casa, sin nadie a quien pedirle una palabra de consuelo.

—Estás bien como eres, ¿vale? 

Ella se rió un momento. Una risa herida, pero también agradecida y nerviosa de las palabras del chico, que, invariablemente, se torturaría durante toda la semana y se disculparía hasta que ella amenazara con golpearlo si volvía a hacerlo.

—Supongo. Y tú también, ¿eh? Ya, cursi, ¿te aprendiste el artículo 258? 

—¿Estás loca? ¡Es gigantesco!

—¿Y si te lo preguntan?

—¡Pues me invento algo! Si igual sé lo que dice, solo no palabra por palabra...

—Estás jodido.

Ambos se rieron de buena gana. Un segundo después ella sintió que Elías le aferraba la mano y asintió con la cabeza, con los ojos cerrados. La apretó un poco, mientras agradecía que la biblioteca a esa hora de la mañana estuviera tan vacía. Luego, se permitió llorar.

Susurro: Experimentos

miércoles, 21 de noviembre de 2012

Comenzó a toser cuando la mano apretó demasiado su tráquea. Era una sensación extraña y curiosa: notaba perfectamente cómo los músculos de su garganta protestaban por ese aplastamiento y cómo empezaba a salivar de forma profusa, lo que, evidentemente, tampoco contribuía demasiado a la entrada de aire.

No era una mano demasiado fuerte, así que realmente no corría peligro. Pero la tos realmente era irritante: la mano no conseguía apretar demasiado cuando ya todo su cuerpo se contraía en una serie corta de tosidos. Su cuerpo evidentemente luchaba contra aquella maniobra, pero eso no significaba que no fuera molesto.

Cuando la mano era descuidada, incluso llegaba a sentir dolor bajo la oreja cuando el pulgar presionaba demasiado. Eso siempre ocurría cuando los dedos se ubicaban demasiado arriba en su cuello: rápidamente la mano la dejaba libre y debía flexionar un poco el brazo para deshacerse de la molestia muscular.

Consecuentemente, algo diferente ocurría cuando la mano se ubicaba demasiado abajo: comenzaba a toser nada más sentía la presión y no podía continuar sin ejercer más fuerza, lo que resultaba imposible. Ese día, cuando se dio cuenta que la tos ya era demasiada y que probablemente llamaría la atención de su familia —¿por qué estaba tosiendo si no estaba enferma?—, decidió que había sido suficiente.

Tragó saliva y sintió cómo los músculos de la garganta se quejaban un poco. Hizo una mueca cuando el dolor natural que siempre dejaba esa rutina, se deslizó a través de su tráquea con lentitud. Sabía que luego se arrepentiría, porque todas las noches lo hacía. Y también sabía que todos los días volvería a hacer exactamente lo mismo.

Aquel ejercicio no tenía ningún sentido. La mano nunca podría hacerle demasiado daño y, realmente, si se ponía a pensar racionalmente en todo aquello, debía admitir que algo no estaba funcionando demasiado bien en su cabeza.  Aunque, por supuesto, si realmente se hiciera las preguntas correctas y siempre pensara de manera fría y lógica, jamás habría empezado siquiera con todo eso.

Ahora que se ponía a pensar, ni siquiera recordaba cuándo había comenzado. Trató de forzar su memoria por algunos segundos, pero realmente no encontraba una respuesta. Como fuera, también aquello era irrelevante. Seguramente en sus muchos días de solitario aburrimiento, un movimiento involuntario había desatado toda aquella locura. Porque eso era. No había otra forma de llamarlo.

Simple y necia locura. Después de todo, ¿qué persona normal y con el cerebro bien puesto trataba de ahorcarse a sí misma con su propia mano derecha solo por diversión?

Susurro: Cuenta Cuentos

Por favor, sigue contándome la historia de anoche. Sí, precisamente, esa: la del chico y su gato. ¿O era la de la chica que volaba por los aires? No lo recuerdo, pero seguramente tú la conoces. Simplemente, sigue contando. ¿Uh? ¿Cómo dices? ¡Claro que tiene sentido! No importa que no lo recuerde. A medida que vayas hablando, seguramente iré recordando todo lo que pasó antes.

No, no, no es necesario que hagas un resumen. Lo único que pido es que sigas contando la historia de anoche. No es muy difícil, ¿verdad? ¡Y sí, está bien, yo me encargo de recordar lo anterior! No importa que no te guste, es a mí a quien debe gustarle, ¿verdad? Para eso me cuentas cuentos. Para que me duerma. Da igual lo que digas. Solo empieza.

Vale, mejor márchate. ¡Si tanto te incomoda contarme un cuento, será mejor que te vayas! No, claro que no, ya no quiero oírlo. No, aléjate. ¡No quiero escucharte! ¡Ya dije que no quiero ningún cuento! Es increíble el egoísmo de la gente... Un miserable cuento. ¡Qué costaba! ¡Cielos! ¡Con razón este mundo sigue así!

Si me dieran cinco líneas para decirte por qué soy atea...

Si me dieran cinco líneas para decirte por qué soy atea, te hablaría de ciencia, de contradicciones, de injusticia, de tortura, de dolor, de consuelo, de amor, del bien y del mal, de la verdadera justicia, del miedo, del fin y del comienzo, de años caminando y de horas de insomnio y te diría que eres como yo y te mostraría mi rostro y te tomaría la mano y verías que ambos somos igual de humanos e incluso te recordaría con una sonrisa que soy escritora y que adoro la fantasía, pero no de la misma manera.

Si me dieran cinco líneas para amarte...

martes, 20 de noviembre de 2012

Si me dieran cinco líneas para amarte, seguramente enloquecería, incapaz de encontrar la palabra justa, perfecta y definitiva para hacerte entender y entender yo misma por qué ocurre, ocurrió, ocurrirá o, siquiera, qué siento cada vez que pienso tu nombre como si fuera el único que existe o cuando veo tu rostro en cada rostro que veo pasar a mi lado, pero sí intentaría tocarte con cada letra y las usaría para aferrar tus ojos y para recordarte que los fantasmas nunca mueren y quien ama un fantasma vive por siempre.

Susurro: Trementina

Cuando el famoso pintor Lorenzo R. Pazo se sentó a las 7.37 de la mañana frente a su lienzo, con una jarra amarilla de café sin azúcar y una tostada con aguacate en un plato al costado, y tomó el pincel, se dio cuenta que no tenía nada que pintar.

Ni siquiera fue uno de esos usuales momentos de todo artista en que se sentía bloqueado, cansado y demasiado atareado como para dejar su mente en blanco y dejar que su creatividad fluyera. No fue un escalofrío en su brazo o un hastío por hacer algo a esa hora tan temprana cuando podría estar acurrucado en su cama tibia hasta mediodía.

No fue la pelea que tuvo con su hijo menor, un rebelde y ateo acérrimo que cuestionaba cada una de las órdenes que regían su vida, sobre el modo en que gastaba su dinero tan absurdamente en historietas que en nada ayudaban a su formación. Si quería ser un vago, podía serlo en otra parte, ¡pero jamás bajo su techo!

Tampoco era el dolor de piernas que lo había aquejado durante toda la semana y por el que había insistido a su médico de cabecera para que hiciera todos los exámenes posibles. "Es la edad", había insistido él. "Es la hora de los 'nunca': 'A mí nunca me había pasado esto... A mí nunca me había dolido tal cosa'. Deberá acostumbrarse, Lorenzo y llevar una vida saludable". Vaya asco de médico. ¿Para eso le pagaba cuarenta dólares la hora?

Había creído incluso que podría deberse a la cuenta que había olvidado pagar hace dos días y que había generado un pequeño drama en el interior de su hogar. Era solo el agua. ¡Y qué si lo cortaban! Pagarían y exigirían el servicio de vuelta. Además, Manolo, el abogado de la familia, había dicho varias veces que las empresas no tenían derecho a cortar los servicios por impago. Creía incluso haber anotado el artículo de la ley que lo decía, dónde lo habría dejado...

Llegó a considerar inclusive que tanto tiempo separado de su ex mujer comenzaba a afectarle en su desempeño normal. Hacía unas cuántas horas había recibido otra de sus cartas, exigiendo el dinero debido por el divorcio, y eso siempre lo ponía de un humor irascible y hosco, del cual salían cuadros bastante horribles y mediocres, pero que la crítica consideraba fabulosos. "La expresión máximo del sufrimiento humano en medio de una tormenta de ira agónica".

Más bla bla para la misma basura de siempre, sin duda, pero esa clase de pensamientos los reservaba para cuando tenía una botella sin abrir de vodka y una rodaja de limón lista para ayudarle a olvidar las penas. Quizás el beber con tanta frecuencia había mermado sus capacidades artísticas, aunque incluso en el medio se decía: "Borracho, pinto mejor".

No, Lorenzo R. Pazo no podía servirse de ninguna de las excusas que cualquier hombre corriente habría pensado de inmediato. Sabía qué estaba sucediendo, aunque le entristeció pensar que había ocurrido tan pronto. Pensó en todos esos grandes artistas que prácticamente habían muerto abrazados a sus últimos y horrendos cuadros, oliendo a pintura y con las yemas de los dedos manchados de óleo y carboncillo.

Había fantaseado incluso con la idea de hacer pelear a su hijo, su ex mujer y a varios de sus parientes más lejanos por la magnífica herencia, rica en dinero y en obras inéditas, que dejaría en su lecho de muerte. ¡Qué va! ¡Incluso había imaginado toda una novela policiaca al respecto! Murmurar con su último suspiro la ubicación de una caja fuerte llena de joyas en algún banco de la ciudad... Cómo se reía de esas ocurrencias.

Ahora todo eso había perdido sentido. Suspiró con pesadez y se llevó a la boca la jarra de café, que increíblemente le supo más dulce que lo acostumbrado. Seguramente había cambiado de marca de café sin darse cuenta. Dio un mordisco a la tostada con aguacate y se quedó mirando el lienzo en blanco mientras continuaba con el pincel en la mano.

"¿Y si pinto por última vez?". Sabía que era su orgullo el que estaba hablando. No podía abandonar así como así, de un momento para otro, sin transmitir algún mensaje, algún consejo, alguna enseñanza, algún misterio insondable, aunque fuera a los mentecatos desabridos de la crítica contemporánea. Algo tenía que hacer para sellar toda una vida en el arte.

Lorenzo R. Pazo soltó una carcajada y, hundiendo la punta del pincel en el óleo color rojo, lo llevó hasta el lienzo sin dejar de reírse. Una carita feliz, como la de un niño, le devolvió la mirada. Dos grandes puntos y una curva chorreante en rojo. Alegre. Perfecta. La mayor obra maestra que jamás había creado.

El pintor se levantó y dejó sus materiales allí, casi como si fueran viejos amigos a los que ahora dejaba marcharse. No tenía nada más que pintar. Y nunca más volvería a hacerlo.

Susurro: No hay guerra eterna ni paz duradera

lunes, 19 de noviembre de 2012

El ejército comienza a cantar sones de guerra mientras avanzan por los campos quemados. No hay nada más reconfortante en la mente de un hombre condenado a morir que la canción profunda arrancada de la garganta de alguien que comparte su misma suerte. Siempre se habla de honor y gloria en la batalla, pero lo cierto es que esa canción es la única parte que eleva a esos guerreros más allá de sus propios cuerpos temblorosos y sedientos de sangre, temerosos de morir.
―¡Por el bien de nuestra tierra! ―grita uno de ellos, enfervorecido y pareciera que todo el mundo hiciera eco mientras las lanzas y los pies chocan contra el suelo en un son que espanta a las aves.
Un niño sale de su rústica casa para ver al ejército cruzar su hogar con una sonrisa orgullosa. En cada uno de esos hombres ve a su padre, a su hermano y a su gente que perdió en la guerra. Los saluda con rigidez y casi suelta un grito de alegría cuando uno de ellos, emocionado por la lealtad del muchacho, le devuelve el saludo.
Descrito por los poetas como una forma de alcanzar un puesto junto a los dioses, nunca nadie habla sobre el horror, el miedo y las canciones que se alzan entre las armas para apartar el simple e injusto hecho de que ni siquiera el más bravo guerrero quiere morir.

Susurro: Aullidos

Tiene garras.
—Somos amigos, ¿verdad?
Y es peludo.
—No me tienes miedo, ¿cierto?
Grande y con grandes colmillos. Claro que es mi amigo, pero no soy capaz de decirlo. Tiemblo cuando él olfatea el aire y cuando me mira con sus extraños ojos amarillos. Es un color profundo, que se expande y se contrae con cada gesto.
—¿Por qué no hablas?
No estoy seguro de cómo responder a eso. Nunca antes me había ocurrido. Siempre corría a abrazarlo y sentía su cuerpo grande y lleno de músculos peludos cubriéndome por completo. A veces lo llevaba a la ducha y lo bañaba como a un perro malcriado mientras él se reía y me salpicaba de agua. Incluso una vez logré hacer que jugáramos a la pelota, pero sus afiladas garras habían pinchado el balón y se sintió tan arrepentido, que nunca más intenté algo así.
Pero esta vez olía distinto. Me miraba diferente. Se sentía extraño. Poderoso y fuerte como una bestia salvaje, no como mi amigo. Él no parecía notarlo, porque continuó contemplándome, exigiendo una respuesta que yo no tenía cómo darle.
—Hueles raro —le digo por decir alguna cosa. Ni siquiera parpadea. No muestra sorpresa ni intenta sonreírme con esos colmillos asomados que se transforman en una máscara simpática con ese intento. Simplemente se queda allí, taciturno y congelado en el umbral de la puerta, demasiado grande como para estar cómodo.
—¿Como a qué? —pregunta con tranquilidad.
—No lo sé... —Me rasco un brazo de forma distraída. Siempre me pica el cuerpo cuando estoy nervioso, pero no me doy cuenta de eso hasta que alguien me lo hace notar—. ¿Has estado en algún lugar... malo?
Esta vez él se ríe y retrocedo, asustado. No es una risa siniestra ni salvaje ni nada parecido: es una risa profunda e inconfundiblemente humana, como la de mi hermano mayor o la de mi papá. Tranquila y divertida, pero cordial y educada. Se encorva un poco y su hocico queda a la altura de mis ojos.
—No he dejado este lugar en todo el día —dice y me doy cuenta de que soy yo el que huele a sangre. Me doy cuenta tarde cuando él se relame y vuelve a sonreír.
Esta vez entiendo la sonrisa.

Susurro: ¡Qué importante!


En realidad, el lápiz no tenía tapa, porque de tanto morderla, había quedado reducida a una masa deforme y pegajosa que nadie quería ver. No significaba que el lápiz realmente no funcionara o cualquiera de esas burdas acusaciones que Teresa gustaba de lanzar cada dos por tres.
―La tapa venía mala ―aducía, como si eso tuviera la menor importancia.
En realidad, era un modo ridículo de ocultar una manía perfectamente natural y que, era importante destacar, no hacía daño a nadie. ¿Era realmente un tema de conversación que Juana mordiera la tapa de sus lápices? ¿No era preferible conversar sobre Pablo, que dormía siempre sin calcetines a pesar de hacer un frío glacial? ¿O quizás de Daniela, que nunca comía sin tener cuatro servilletas dobladas en su regazo?
De un modo inexplicable, siempre se volvía al lápiz y su inexistente tapa. «Es como cualquier otro», solía pensar Juana. Como cualquier otro lápiz sin tapa. ¿Por qué se convertía en tema de conversación? Ineludiblemente, esa pregunta caía en el olvido para resurgir cuando volvían a preguntar:
―¿Y ese lápiz...? ¿No tiene tapa?

Malas pasadas cerebrales

domingo, 18 de noviembre de 2012

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"I’ve never been perfect,
but neither have you" - Linking Park

***
―Hey, humana ―susurra el cerebro desde el interior de mi cráneo―. Estás de muy buen humor. ―Sonreí ante sus palabras. No era del todo exacto: no es que estuviera de buen humor, sino que simplemente estaba de un humor neutro y desenfadado. No obstante, al parecer mi cerebro hoy no estaba para precisiones al parecer―. Sería una pena...
Fruncí el ceño ante su tono malicioso. ¿Qué estaba planeando?
―... que alguien decidiera revisar el último correo de cierto individuo, ¿verdad?
***
Podríamos decir banalmente que fue así cómo empezó todo esto. En realidad, fue un experimento del que ya tenía una respuesta. Una vez me dijiste que yo era la sádica y tú el masoquista, aunque quizás tendríamos que replantearlo. Objetivamente hablando, son solo palabras. Por un lado, ha pasado algún tiempo. Por otro lado, nunca será el suficiente.
¿Quieres saber los resultados de mi experimento, de ese extraño e irracional ―quizás― deseo de volver a leer aquella despedida que parece tan lejana? Todavía no logro secarme todas las lágrimas. Lo escribo, porque necesito hacerlo y no, porque ―¡El Unicornio Rosa Invisible no lo quiera!― vayas a leerlo. Nunca he intentado hacerte sentir culpable y esta no es la excepción.
Quizás simplemente es ese deseo humano y absurdo de creer que sigues allí. Y suena a chantaje. De hecho, todo este escrito suena a un enorme y bastante mediocre chantaje. Pero no lo es. Es solo el resultado de un deseo. El resultado de comprobar, no podía ser de otro modo, que estás más presente que nunca en cada uno de mis pensamientos. Que te sueño a veces y despierto con una sensación de irrealidad que me envuelve por unos maravillosos instantes.
Que a veces aprieto los ojos para dejar correr esas gotitas de emoción que se escapan de su corral y que terminan en mi lengua, devoradas, saladas. Que en ocasiones la ausencia duele y, en otras ocasiones, no existe. No existe, porque, como ahora, estás conmigo, con una expresión taciturna, echándome el humo del cigarro en la cara y con una mueca de decepción. Prometo trabajar mejor en mis escritos. Prometo esforzarme más en ellos, ya que, aunque he escrito más, no siempre publico precisamente por eso: falta de pulido.
Perdóname por técnicamente romper la veda. Sí, nunca dijimos nada sobre escribir ¿verdad? Nunca prohibiste que me dirigiera a ti. Solo prometiste que no responderías. Está bien, está bien, en este momento de la noche estoy sentimental. Todavía no estaba lista para volver a leer tu despedida y la sola palabra me provoca un nudo en la garganta de lo más ridículo. ¡Si tú vieras a esta ruda llorando como una magdalena!
Porque sí soy muy ruda. En serio. Un poco al menos. Un poquito... "Someday, somehow gonna make it alright, but not right now..." Y solo yo sé cuándo, ¿eh? Espero que no mueras como el protagonista del video de esa canción o algo parecido. Y que cuando te sientas listo, no me hayas borrado de tu lista de sueños. Yo no podría hacerlo.
Comencé a leer "It". Me asusté a las veinte páginas y no lo he continuado. Al menos, podríamos decir que tu viejo amigo Stephen logra su cometido, aunque conmigo no tiene tanta gracia: soy una cobarde por naturaleza. La única vez que me arriesgué por algo fue contigo... No me arrepiento ni un solo día, aunque no ha sido precisamente sencillo. Te lo dije varias veces ¿no? Vales cada sonrisa y cada lágrima. Cada instante de duda. Cada fantasía imposible. Cada reflexión y cada sobresalto cuando mencionan ese rincón isleño que es tu hogar.
Hoy estás conmigo. Sí, aunque no lo quieras, aunque creas que es romper las reglas. Estás conmigo, porque mi corazón y mi alma ―¡aunque no exista!― están junto a la tuya en estas letras. Porque eres mi fantasmita personal. Espero no te jubiles demasiado pronto. Avísame si decides hacerlo ¿está bien?  
***
―Eres un cabrón ―le digo a mi cerebro mientras me enjuago las lágrimas con el dorso de la mano y disimulo mi propia pena ante mí misma―. ¿Qué necesidad había de ello?
―Pues... realmente ninguno. ¡Aunque mira el lado positivo! ―menciona el órgano con un falso tono cantarín. No respondo a su provocación y mantengo silencio mientras cierro los ojos un segundo―. Al menos compruebas que lo extrañas y que lo sigues queriendo.
―Nunca lo dudé ―digo con firmeza―. Jamás. Y si vas a decir algo como "vamos a ver cuánto te dura", ya acepté una apuesta similar con él mismo y no me molestaría apostar de nuevo. ―Sonrío con cierto desafío―. Casi siempre apuesto sobre seguro, ¿recuerdas?
―Siempre me dejas como el malo ―se queja el cerebro.
Apago la computadora y me tiro en la cama con una sonrisa triste en los labios. Me acurruco en un rincón y simplemente susurro lo que necesito sacar de mi interior con voz trémula y sobrecogida, pero emocionada y alegre a la vez:
―Te sigo amando...
Suspiro, hastiada por mi propia cursilería. «Cerebro cabrón», maldigo y me echo a dormir con tsunamis y mensajes traídos de la nada.

Literautas #6: ¿De qué color son tus ojos?

viernes, 16 de noviembre de 2012

Nota de la autora: ¡Otro ejercicio de Literautas! En esta ocasión, se trata de hacer una lista de palabras en base de los siete pecados capitales y crear un relato a partir de quince palabras seleccionadas. He elegido el pecado de la lujuria. ¡Un saludo! (: Y que lo disfruten.

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¿De qué color son tus ojos?

No hubo tiempo para palabras o miradas. Sé que tus ojos son marrones y sabes que los míos también lo son, pero podríamos equivocarnos en ese momento. Ya no nos conocemos, ya no somos tú y yo, sino que somos lo que hacemos, somos movimiento y fuego. Has llegado después de tanto tiempo, pero no tenemos nombre, aunque el mío esté en tu brazo y el tuyo en cada uno de mis pensamientos.
Estrello mi palma contra tu mejilla con una fuerza que nunca he tenido, pero tú solo hiciste lo mismo con tu cuerpo y la muralla. Estoy segura de que más tarde un enorme moretón en mi espalda me recordará que realmente eres tú y que ya te has ido. En un segundo, me pregunto qué habría pasado si hubiera sido yo la hubiera aparecido en el marco de tu puerta.
Pero, ¿para qué hacerse preguntas cuando tu aliento a ron y cigarrilo inundan mi boca? Retrocedo y me río, porque no puedo dejar de pensar en la ironía que estamos besando. ¿Recuerdas que "Solo los malos fuman"? Entonces, ¿por qué no estoy fumando? Me vuelvo a reír y tú parpadeas, aturdido, con las manos ardiendo y los ojos sin un color definido mirándome, esperando que acepte.
Juego a que sé lo que hago y retrocedo con los brazos extendidos, sonriendo. Juego a que no sabes lo que estoy haciendo. Jugamos juntos y comienzas a reírte de mi propia expresión de inexperta atrevida. Comienzas a deshacer la corbata que te aprisiona el cuello y no puedo dejar de admirar las formas de tu cuerpo bajo las sombras de tu camisa negra.
¿Acaso no te dije siempre que adoraba a los hombres de negro? Negro que choca contra el rojo y rojo que se envuelve en mis propios brazos. La espera se alarga por segundos que no logro contar. Recorro los contornos de tus hombros ahora desnudos como si fuera la primera vez que veo a un ser humano. Sonríes y me besas la cabeza como a una niña.
Te empujo con brusquedad y te miro con una expresión sarcástica. Siento un borboteo en el contorno de mis muñecas y sé que quiero hacerte daño. Me envuelves nuevamente en tu boca, pero esta vez hundo mis dedos en tu piel, tratando de romperla. Gimes de dolor, pero no puedo escucharte y tampoco quieres detenerme.
Tomas mis muñecas con fuerza, pero lucho contra tu agarre. Esta vez, te impones y aprietas, exigiendo orden, exigiendo la obediencia que jamás te daré, pero que intentas obtener con tus ojos. Me río y te beso un solo segundo para luego voltearme y alejarme de ti. Sé que me seguirás y un escalofrío helado se desliza por mi espalda desnuda subiendo hasta mi nuca. Durante un instante recuerdo que no sé a qué estoy jugando, pero rápidamente lo olvido.
Me pregunto si también lo sabes. Nunca realmente te lo pregunté. ¿Eres un jugador o un actor? ¿Eres mi conquistador o mi vasallo? Quizás seas ambos, respondo mientras me siento en el borde de la cama y te veo acercarte, erguido como una vara, con sonrisa de primerizo y ojos de experto.
Te abalanzas como un gato salvaje. Te dejo ganar esa batalla, aunque no sin luchar. Mis dientes se hunden en tu cuello y sé que lo estás disfrutando tanto como yo. Te escucho reír y también me río mientras vuelves a tomar el control. De pronto, me siento helada cuando me miras con inseguridad, preguntando. Como el caballero que nunca has sido, dubitativo.
La posesión es la tenencia material con ánimo de señor y dueño, te recuerdo con un tono serio de abogada que siempre tengo que practicar. ¿Dónde está tu ánimo de señor y dueño? Jugueteo con las palabras y te ruborizas, dejándome al mando por un segundo antes de que vuelvas a tu rol de dragón enfurecido. Estás al mando por un momento. Me haces daño con tu cuerpo aplastándome y tus manos aprisionando las mías casi con rencor, pero cierro los ojos con una sonrisa entreabierta.
Eres pegajoso e impulsivo, recorriendo mi cuerpo con urgencia, apresurado, como si llegaras tarde a alguna parte. Liberas mis manos y aferro tu cabello justo en el momento en que dejo de tener sentido para solo tener sentidos. Eres fuerte y poderoso, pero también tímido e inseguro. Mezclas el agua con la tierra y me acallas con tus labios jadeantes. Nuevamente, acepto tu dominio, pero por solo unos segundos antes de volver a atacarte como una sombra herida.
Aceptas tu dolor y yo disfruto con él. ¿Cuánto tiempo transcurre? Ni siquiera es relevante, pero cuando vuelvo a mirar a mi alrededor, recuerdo dónde estoy y quién soy. Mi pecho respira con dificultad y sonrío con un recato que hacía unos minutos no existía. Trato de taparme, pero también sonríes y aferras mi mano con una risa nerviosa.
Recuerdo el color de tus ojos y tu nombre. Tú haces lo mismo. Y por un segundo, volvemos a ser aquellos amantes que nunca se separaron y que arden más allá de las palabras.

Relato Literautas: Por un clavito se perdió la guerra

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Nota de la autora: Este relato es parte del Taller #3 de Literautas: "30 años después", consistente en escribir un relato de no más de 750 palabras que versara sobre, cómo no, una carta que llegara con treinta años de retraso. 
Tratando de desmarcarme de lo más evidente ―amor―, me fui por un lado algo diferente y ojalá más novedoso, aunque la brevedad me jugó, como siempre, en contra. Espero mejorar para el próximo taller. ¡Un saludo y espero lo disfruten!
 
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No debería estar aquí. No debería estar escuchando los insultos de mis amigos, vecinos y compatriotas a través de los muros de la cárcel. No debería temer por mi vida ni por la de mi hijo.  No en esta época, no yo, que era inocente.
Jakuso, el ocioso carcelero del Cuadrado, balbuceaba y divagaba sobre qué deberían hacer conmigo. Pese a que de vez en cuando asentía con la cabeza, no estaba escuchándolo, más ocupado en mi propia situación que de sus palabras. En ocasiones, las palabras «traidor» y «mala suerte» llamaban mi atención, pero rápidamente volvía a sumergirme en mis pensamientos.
A instantes me entraban ganas de acallarlo a golpes y borrar de su rostro esa sonrisa pensativa y juguetona que se burlaba de mi propia desesperación. ¿Qué había hecho yo para merecer esto? ¿Qué había hecho yo para que todos estuvieran ahora contra mí? ¿Qué tan grande podría ser mi crimen que incluso Aractel, mi mejor amigo, se había convertido en mi mayor acusador?
No tuve tiempo para consumirme en esas preguntas, pues Aractel mismo apareció y me ordenó salir. Nada más colocar un pie en la calle, la turba enfurecida y exaltada de toda la comunidad se fue contra mí entre gritos, insultos y consignas. Estaba mareado y aturdido, incapaz de creer hacía tan solo un mes era un vecino respetado y querido. Ahora era un delincuente. Todo por algo que había ocurrido hacía treinta años y que no recordaba.
Y mi hijo, ¿dónde estaría? ¿Por qué no me habían permitido verlo? Jakuso me condujo rápidamente hacia el Centro, en donde los Oráculos me esperaban en un silencio imposible. Máquinas perfectas, frías y precisas habían reemplazado a los jueces humanos en la labor de impartir justicia y ahora tres de ellos me observaban sin ojos, provocándome un escalofrío.
Mientras me sentaba en mi banco y esperaba a que todos guardaran silencio, intenté hacer memoria. Hacía treinta años yo era cartero; había cumplido recién veintiún años cuando entramos en La Penumbra, ese período que nadie quería recordar y que había ultimado al mundo debido a la desgracia de la tormenta solar que nadie había creído posible.
Guerras. Hambre. Egoísmo. Dolor. Falta de comida. Falta de comunicaciones. Violencia. Los países desmembrados en grupos humanos miserables que se peleaban para sobrevivir. Y la causa de todo ello: el corte de la electricidad. En esa época, yo era cartero... No había hecho nada que otros no hubieran hecho.  Muchas cartas se perdieron entonces y seguramente muchas estaban a mi cargo. ¿Por qué yo era el único que temía por su vida entonces? ¿Y por qué luego de tanto tiempo?
―Individuo identificado con la marca 5.678. Nuevo nombre: Taker Zilón. Identidad borrada: Daniel Zapata. Acusado de alta traición y genocidio al ocultar información vital para los comandos en la Época de la Penumbra. Su declaración de inocencia ha sido consignada.
Su tono mecanizado me dio un escalofrío en la espalda cuando mencionó mi antiguo nombre. Hacía mucho que no pensaba en el pasado. Nadie lo hacía. ¿Por qué ahora todos se empeñaban en obligarme en hacerlo?
―El Tribunal ya tiene un veredicto. ―La expresión inhumana de la máquina-juez casi me hizo querer gritar―. Antes de dictar sentencia, se hará lectura de la carta.
Aunque la velada injusticia de verme acusado de algo que no recordaba crecía, la emoción y la esperanza que me embargaron, superaron con creces todas las emociones. No tenía nada que temer. No había nada que pudiera inculparme, porque yo no era un traidor ni había causado ninguna muerte. Fueron la falta de electricidad, de comunicaciones y la naturaleza humana las culpables de todo.
Pronto volvería a casa. Pronto volvería a dormir en mi cama, volvería a abrazar a mi hijo y todo esto sería tan solo un mal recuerdo y quizás una anécdota para cuando mi tiempo empezara a llegar a su fin.
Se hizo silencio cuando una de aquellas ―repugnantes― máquinas alzó la hoja de papel y empezó a leer. Abrí los ojos con horror. El corazón se retorció sobre sí mismo en el interior de mi pecho y no pude evitar que un grito de dolor e incredulidad se arrancara de mi garganta.
“Querida mamá
Aquí tenemos electricidad.
Te  quiere
Kan Zilón”
Yo era cartero en esa época. Y no había enviado la carta más importante de toda mi vida, la que lo habría cambiado todo. Sabía que mi hijo estaba muerto. Sabía que iba a morir por traidor.
Y sobre todo sabía que era culpable.
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