Susurro: Incomprensión

viernes, 9 de noviembre de 2012

Quería llorar.
Quería llorar, gritar y golpearse los nudillos hasta que se rompieran. Quizás hacer lo mismo con su cabeza podría ayudar... Eran las únicas opciones que le quedaban. ¡Lo había revisado todo! ¡Había estrujado su cerebro al máximo intentando recordar! ¡Había rehecho sus pasos más de seis veces!
Estaba cerca de admitir la derrota y abandonar. Con los ojos enrojecidos por la impotencia y el cansancio, el escritor se sentó en su vieja silla de madera y se tomó la cabeza con las manos. ¿Cómo había podido olvidarla? ¡Había sido tan solo un lapso de cinco minutos! ¡Habían sido tan solo unos instantes en que había saboreado la idea y estúpidamente se había tomado su tiempo para anotarla!
Simplemente había desaparecido. No estaba en ninguna parte y, aunque había incluso salido a recorrer sus sitios habituales y aquellos que no visitaba nunca, la idea continuaba perdida. Sabía que era una idea absurda, graciosa y especialmente breve. Había sido una frase la que la había hecho nacer.
¿Acaso habría muerto gracias a otra frase? El escritor se estremeció ante la sola posibilidad. Quizás él mismo había matado a la inocente idea sin siquiera darse cuenta. Distraídamente y con un compás angustioso, comenzó a entrechocar los nudillos de sus manos con un ritmo algo doloroso cuando los huesos se encontraban.
«¿Soy un asesino?» No, no podía ser. Él era inocente, no tenía culpa de nada. Nadie podía culparlo por aquello. ¿Cuál era su crimen? ¡Ella debió avisarle! ¡Debió advertirle del peligro y rogar socorro! Las manos comenzaron a sudarle y debió levantarse a por un vaso de agua para calmar sus nervios. Se sentía observado y juzgado por el propio grifo, que con una postura inusualmente fría, parecía escupirle el agua con desprecio.
―Hay que ser razonables ―se dijo luego de un momento de serenidad. Alzó la vista y los libros de la estantería, sus eternos compañeros de escritura nocturna, le devolvieron la mirada con un mutismo altivo y reprobatorio que le provocó un escalofrío. ―No fue… n-no fue culpa mía, en serio.
No querían escuchar razones y pronto el escritor debió salir de su estudio ―¡su refugio, su templo!― y finalmente salir nuevamente a la calle, entre jadeos, casi corriendo, mientras el silencio acusador de todo su hogar lo hacía escapar a latigazos.
Comenzó a correr a través de la cansada y nada más avanzar una cuadra sintió que las piernas le fallaban y debió detenerse y recuperar el aliento. Ya no tenía la edad para esa clase de tonterías. Lo único que tenía que hacer era volver tranquilamente a su casa, quizás de camino ordenar algo de comida china y buscar algo más para escribir.
Otra idea simplemente.
Miró a su alrededor unos instantes y, cabizbajo, comenzó a caminar hacia el hotel más cercano para pasar la noche y, luego de contar el dinero que tenía en los bolsillos, calculó cuántos días podría tomarse para recuperar esa maldita idea.

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