Susurro: Domingos de milagro

jueves, 31 de enero de 2013

La joven se sentó en la orilla de la vereda esa mañana de domingo. Por supuesto, las calles estaban vacías y una brisa suave corría entre los pocos árboles que aún quedaban. Suspiró y miró un punto indefinido en el pavimento, mientras veía como la basura y unas pocas hojas manchadas se deslizaban de un lado a otro.

Llevaba cerca de diez minutos en la misma posición y empezaban a dolerle las piernas, pero no hizo ningún movimiento para aliviar los músculos. Se mantuvo allí, con la mirada fija y la expresión impasible, observando. El sol se acercó a su rostro, pero pareció cambiar de opinión y se apartó, buscando lugares más acogedores a los que iluminar.

―¿Por qué viniste otra vez? ―preguntó el hombre que siempre estaba apoyado en el árbol más viejo que sobrevivía en esa calle―. Sabes que nadie aparecerá. 

Ella no respondió. Todos los domingos ese hombre se acercaba, escupía en sus pies, le gritaba un par de veces y le acercaba una taza de té frío mientras las lágrimas caían por sus mejillas. Ese día apenas escuchó sus palabras. La imagen clara de dos chicas y un muchacho se dibujaban entre los árboles y la calle, sonriéndole, saludando con la mano. 

Pronto sus sonrisas empezaban a desvanecerse. Escuchaba las sirenas y olía el rastro de sangre y sudor que no lograba quitarse de la punta de la nariz. Ahogó un sollozo mientras recorría con sus dedos la cicatriz en su brazo derecho y los veía a ellos alejarse cada vez más. A veces ocurrían milagros. La gente sobrevivía cuando el resto no lo lograba  y no había explicaciones.

Y ella pensaba exactamente lo mismo que cada domingo. «¿Por qué existen los milagros?» ¿Por qué habían algunos que lograban estar allí, disfrutando de la brisa, el sol y las hojas y otros no? 

―Ten, hija. ―El hombre del árbol se le acercó con su taza de té frío―. Si quieres, puedes ayudarme a juntar algo de cartón para esta noche. ―Su sonrisa algo desdentada conmovió a la chica.

Ella asintió con la cabeza y se enjuagó las lágrimas, aunque apenas era consciente de lo que hacía. Bebió el té, que aun estaba algo tibio y le sonrió al hombre, que le devolvió nuevamente el gesto, aunque llevara el ceño fruncido. Ambos lo habían perdido todo, pero de una manera muy diferente. Y ambos se juntaban cada domingo, allí, en el mismo horario, sin preguntar nada. Era suficiente para ellos.

La joven se levantó y miró el sol que volvía a acercarse a su rostro. Cerró los ojos un segundo y solo los abrió cuando las hojas comenzaron a arremolinarse en los tobillos de su viejo amigo que, furioso, comenzó a patearlas a gritos destemplados. Ella sonrió.

Era suficiente.

Susurro: Iguales

Él separa sus labios y mira a su novio con una expresión preocupada.

―¿Pasa algo, acaso? ―pregunta también al notar aquella sombra en sus ojos―. ¿Crees que alguien nos vio?

―No lo sé ―responde, pero estrecha un poco más su cuerpo entre sus brazos―. No lo sé… Quizás…

Ambos piensan exactamente lo mismo. Quizás deberían marcharse, alejarse un poco de la gente. No pueden ir a sus respectivas casas, pero tal vez puedan encontrar un lugar más privado, más discreto, en donde nadie pueda mirarlos.

―Quizás debamos dejarlo por hoy. Solo pasear, ¿sabes? ―El otro asiente y se echan a andar.

Ninguno ha quebrantado ninguna ley ni ha hecho daño a nadie. Pero ambos tienen miedo. No importa quiénes sean, cuáles sus nombres o qué sueños los mantengan despiertos… solo tienen miedo. Y deben tenerlo, porque no están a salvo.

Suspiran. Disfrutan de la compañía mutua o, al menos, lo intentan por un momento. Y el problema solo empezará cuando uno de ellos, cansado, altivo, esperanzado, ilusionado, intente forzar los límites de su mundo y, tímidamente, roce su mano con la de él. La aferrará un segundo antes de soltarla con violencia.

―¡Mira a ese par de maricas! 

Darán la vuelta y no volverán a hacerlo. Volverán a los callejones, a las calles vacías, a los rincones, a los secretos y los susurros. Hasta que nuevamente alguno de ellos sienta la esperanza de que al fin todo haya cambiado e intente otra vez rozar su mano con la suya. 

Pero no servirá de nada. Son iguales. 

―Te quiero ―le dirá él con una mirada que es también una lágrima.

―Y yo a ti. 

Pero nadie lo entiende.

Si me dieras cinco líneas para llamarte...

martes, 29 de enero de 2013

Si me dieras cinco líneas para llamarte empezaría con un saludo, con un susurro, una sonrisa cómplice y misteriosa que solamente tú entenderías, esa que luego se transformaría en una ceja alzada y en un ceño fruncido y que empezaría a tomar la forma de una risa que parpadea y de un "vuelve" que no me atrevo a pensar. Pero ese susurro luego sería un grito que sería también una bofetada y un abrazo y una mirada que atrevesaría tu cuerpo de fantasma.

Susurro: Opuestos iguales

sábado, 19 de enero de 2013

La habitación estaba en completa penumbra, pero algunos ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Sin embargo, para «A» ese día estaba resultando ser particularmente horrible. No entendía por qué. Era igual a todos los demás. Exactamente idéntico a los anteriores y, de seguro, a los venideros. E incluso así, ese preciso día sentía como si fuera a estallar en lágrimas en cualquier momento.

Le ardían los ojos, pese a que ninguna lágrima se había asomado todavía por su rostro pálido. Le corría la nariz y sorbeteaba cada pocos segundos, con las mejillas enrojecidas por la vergüenza y por esa sensación que no lograba identificar. Y ya casi podía sentir el dolor martilleante en su cabeza, anticipo de una de sus típicas jaquecas.

―¿Pasa algo? 

La voz de «Z» no ayudaba en lo absoluto. Lo ignoró y se apoyó una vez más en las paredes metálicas de su jaula. Cada día se veía más grande y amenazante, aunque, nuevamente, eso era tan solo una ilusión: seguía igual a como siempre había sido. Solo que ahora podía apreciar más detalles. 

«Es tan insignificante… tan irrelevante…». ¿Qué era lo insignificante? ¿Qué era lo irrelevante? «A» no lo sabía, pero ese frío derrotismo se apoderaba de cada rincón de su prisión. Una absoluta convicción de absurdo y de angustia se apoderaba de sus ojos, que se cerraron en respuesta.

―¿Quieres un abrazo? ―volvió a preguntar «Z». 

―No.

«Z» asintió con la cabeza y se alejó un poco de la jaula, sentándose en el suelo de madera que estaba tibio. A su alrededor, una cantidad imposible de llaves y cadenas decoraban las altas paredes hasta perderse de vista. Uno de sus tareas y pasatiempos era intentar encontrar la llave correcta que liberaría a su compañera, aunque hasta el momento sus esfuerzos habían sido vanos.

«Es inútil». Podía ver a «Z» observando las llaves y una sensación ardiente empezó a invadir sus extremidades. Nuevamente los ojos se le llenaron de lágrimas, aunque de un sabor muy distinto. No eran frías y saladas como las que caían tristemente por su piel desesperanzada. Eran ardientes, gruesas y saltaban de sus ojos con furiosa rapidez.

―¡Quiero salir! ―gritó «A» y golpeó su jaula con sus manos. Las tenía siempre sangrantes y magulladas, pero apenas podía notarlo―. ¡Déjame salir! ¡Quiero salir! 

«Z» suspiró con tristeza.

―No puedes salir. 

―¡¿Por qué no?! 

El mismo grito se repetía en la cabeza de «A» con notas de desesperación e impotencia. ¿Por qué no? ¿Por qué no? ¡¿Por qué no?! Nunca había una respuesta. «Z» trató de sonreírle, pero la chica simplemente se derrumbó en su jaula, cayendo de rodillas y tocando el suelo con la frente. Sus manos estaban hundidas en su cabello descuidado y temblaba con violencia. 

«Z» sabía que estaba llorando, pero no podía hacer nada. Simplemente tenía que seguir buscando la llave… Y seguir y seguir hasta encontrarla, si es que existía, aunque esto último jamás se lo mencionaba a «A». La sombra de la joven se alejó de la jaula hasta donde no podía escuchar sus sollozos. 

―Lo siento…

La habitación respiraba con frialdad mientras veía aquella patética escena, demasiado lejana, alta e imponente para poder sentir el dolor que se esparcía dentro de la jaula. «Z» se sentó en el rincón más alejado y bajó la cabeza; podía sentir cómo la oscuridad se hacía cada vez más espesa y sabía que pronto no podría moverse con facilidad. 

Trató de apoyarse en la madera para dormir. Tal vez mañana, contra todo pronóstico, la oscuridad fuera algo más ligera y pudiera buscar la llave ante la mirada más esperanzada de «A». Podía sentir en su propio corazón la pena que ahora azotaba a su amiga, porque, aunque estuviera fuera de esa maldita jaula, ambos estaban atrapados en esa habitación llena de llaves. 

«Y también necesito un abrazo», pensó «Z» mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Pero estaba tan solo como ella. 

Susurro: Aires de revolución

viernes, 18 de enero de 2013

Las palabras hoy simplemente se resisten a ser escritas. Es como si todas ellas se hubieran confabulado contra mí, sonando discordantes, vacías, superfluas, irritantes, pesadas. Hoy no son amigas, sino rebeldes contra una tiranía que quizás haya durado más de lo necesario. Volverán a someterse… aunque quizás deba preguntarles qué desean ellas.

Yo solo sé lo que deseo que hagan. Quiero que se junten en fila y te traigan de vuelta. Quiero que griten conmigo tu nombre hasta que lo escuches y quiero que se escabullan en tus terrenos para averiguar tus secretos. Pero ellas no quieren hacer nada de eso hoy. Solo hablan de vientos de cambio, de llamas de revolución, de voces de lucha y justicia. No quieren crear, sino denunciar. No quieren amar, sino luchar. 

Y las entiendo, porque también quiero todas esas cosas. Pero hay tantos pensamientos en mi mente que no sé realmente cómo ordenarlos. No sé realmente si debería forzarlas a obedecerme con el látigo de la voluntad o si debería retroceder un paso y dejar que ellas me guíen con los pasos de la inspiración. Solo sé que ellas te extrañan tanto como yo, pero que no sueñan como yo lo hago. Son prácticas y afiladas. Quieren leerte nuevamente y jugar con tus propias letras, reconociendo ese aroma a vodka y pólvora, pero no quieren esperar.

Yo sí. Aunque me pregunto por cuánto más o si siquiera debería estar esperando. Sé que seguiré haciéndolo y que esta sonrisa ansiosa no se borrará de mi cara hasta que se transforme en risas o en lágrimas. Por ahora, esta tirana seguirá esperando que el rebelde asome su boina y revolucione cada uno de mis pensamientos, como siempre lo ha hecho. 

Las letras y yo hemos llegado a una tregua, porque ambos anhelamos lo mismo con todas nuestras fuerzas. «Tú».

―Te quiero, fantasma.

Susurro: Infórmate

jueves, 17 de enero de 2013

―¡Alza la voz!

―¡Grita!

―¡Denuncia!

―¡Resiste!

―¡Lucha!

―¡Muévete!

―¡Reacciona!

El joven se vio rodeado de miles de voces que gritaban furiosas y retrocedió, confundido. No sentía temor, porque veía personas conocidas en aquella multitud, pero no entendía realmente qué estaba pasando. Intentó hacerse oír, pero nadie lo escuchaba. Solo estaban gritando y gritando, por lo que el muchacho simplemente se retrajo, tratando de alejarse de la multitud.

Se escabulló por uno de los callejones. Se sorprendió al ver que había muchos folletos tirados en el suelo. Recogió uno y se sentó en la penumbra a leer. Era un manifiesto de protesta que denunciaba una serie de horrendas injusticias que lo pusieron furioso. ¿Sería cierto todo aquello? 

Se escapó de la multitud, aunque se detuvo un momento a ver una muchedumbre distinta que caminaba hacia él con pancartas y gritos muy diferentes.

―¡Calla!

―¡Respeta!

―¡Entiende!

―¡Conserva!

―¡Duerme!

―¡Ignora!

Corrió hasta la biblioteca más cercana, tapándose los oídos. No quería escucharlos. A ninguno de ellos. ¡No sabía de qué hablaban! Sentía que sus simpatías crecían por la segunda multitud, ya que sus gritos eran fáciles de entender y, en especial, fáciles de cumplir. No requería esfuerzo. Pero su natural curiosidad pudo más y comenzó a investigar más sobre aquel folleto. Se pasó semanas y meses investigando, hablando con personas diferentes y escuchando opiniones contrarias.

Finalmente un día miró por la ventana de su habitación y se dio cuenta de que estaba mirando su hogar. Su país. Su barrio. Su gente. Algo propio. Algo suyo. Algo que hasta el momento había ignorado, como si solamente tomara prestado un escenario para su vida, sin preocuparse de él. «Soy parte de este lugar». Finalmente se dio cuenta. Y también notó que había permanecido como un bulto gris, inactivo, que no cuestionaba más que las órdenes de sus padres como todo adolescente rebelde e ignorante. 

―¿Alzo la voz o callo?  

Sonrió. Salió a la calle y comenzó a repartir folletos entre la gente que pasaba. Era algo diferente al primer folleto que había encontrado hace algunos meses. No instaba a ninguno a luchar o callar, sino a buscar. A buscar una opinión propia y no a quedarse allí, tranquilo, sin pensar que el escenario que los rodeaba era algo que les pertenecía. Algo importante. 

Las multitudes volvían a chocar en las calles con sus propios gritos y sus propios folletos. Se encogió de hombros y repartió los suyos hasta acabarlos definitivamente. Luego, tomó una pancarta y empezó a avanzar por la calle, con sus propios gritos. Por ahora, avanzaba y gritaba solo. Por ahora.

―¡Infórmate! ¡Investiga! ¡Cuestiona! ¡Duda! ¡Conoce! ¡Interésate! ¡Y luego opina!
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