Susurro: Destino

viernes, 8 de marzo de 2013

El águila se posó en el brazo del hombre, que sonrió con orgullo. Lo único que ambos podían ver era arena y soledad hasta donde la mirada se perdía. Él se subió al caballo, mientras el ave ocupaba su puesto en su hombro, enterrando cruelmente las garras en su piel cubierta por los ropajes del desierto. 

Cada día era exactamente igual al anterior, una búsqueda constante por sobrevivir y encontrar la respuesta que buscaban. La vida de un exiliado era sencilla, pero turbulenta. Nunca sabía si ese día, que lucía tan tranquilo y acongojante como el anterior, podría ser el último. Realmente, prefería evitar pensarlo. 

El ave de repente lanzó un graznido y alzó el vuelo en el mismo momento que una flecha se clavaba en medio de la espalda del marginado. Lanzó un gruñido de dolor y desmontó con rapidez, tratando de ocultar entre las dunas su montura. Sacó la cimitarra de su vaina y buscó «las piedras» que le había dado su padre. 

―¡El oro o la vida! ―gritaron unos hombres, seguramente enloquecidos por el calor y la sed, en un dialecto que apenas recordaba. El marginado sonrió para sus adentros y rogó a los dioses que las almas de aquellos hombres encontraran su camino a la eternidad. Con la fuerza de una tormenta de arena, batió a cada uno de ellos, manchando la soledad de la arena con sangre y gritos. 

El águila observó todo desde la punta de una duna y su mirada atravesó al exiliado, que se sentía juzgado por ese semblante. Y, aunque seguía fuerte, vivo y sereno, soltó su arma y se arrodilló en el suelo, junto al cuerpo de todos esos criminales. Supo que no iba a salir jamás de ese desierto y que aquel dios-pájaro ya había dictado su sentencia.

Solo pudo rezar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Santa Template by María Martínez © 2014