Fantasma: Tú, infinito mío

jueves, 25 de julio de 2013

No puedo evitarlo. Estos días cada detalle me ha llevado hacia ti, aunque en ocasiones intentara ignorarlo. El sueño y una promesa mental de que te volvería a encontrar. Hoy. A las tres de la tarde en una esquina de mis pensamientos. Sonreirías con tu resignación condescendiente y hablarías en una disculpa amarga. Sin embargo, ya son más de las ocho y estoy sola con mis miedos.

Infinito. Solo una palabra y un desafío de muchas caras. Sin embargo, me arrastra hacia tu sombra. Porque no puedo dejar de pensar en ti con esa palabra. En que podríamos haber sido eternos por un solo segundo. En que el ahora podría no tener fin si siguieras a mi lado. A veces la vida se me va en un solo cerrar de ojos en que tu voz, esa suave musicalidad burlona y sincera, se escucha diciendo aquellas palabras que son como hojas cortando el borde de la piel de un dedo.

Podemos vivir solos. Puedo pasar por esta existencia recordándote como un momento en el dolor del olvido y una sonrisa en medio de la soledad. Puedo morir con tu nombre grabado en mis cartas y puedo dormir con tus promesas en mi almohada. Sé que también puedes romper el juramento que hice en tu honor, fantasma mío. Que puedes continuar tus pasos errantes sin mis susurros.

Pero la vida duele más cuando intento ignorarte. La soledad es más amarga cuando imagino que ya no sonreiré ante tu memoria. Y el mundo es más lento, más cruel, más injusto. Las canciones son más vacías. Sé que reirías. Pobre sensible escritora rota. Pobres letras sinuosas de color rosado. Pobres lágrimas que no verás. Eres infinito. Infinito en medio de lo efímero, chispa en las oscuridad de los dioses.

Siempre creíste que olvidaría tu huella y borraría las marcas que dejaste. Pero también te respondí que no ocurriría y ahora mi mente me cobra la palabra. Eres parte de mis ideales infantiles, de las canciones que dedicaste en una conversación de medianoche, del futuro valiente, de los ojos cobardes en mi espejo y en las marcas rojas de la lucha en las paredes.

Eres infinito. Y no te irás de mí, aunque tú insistas en intentarlo, torpe, testarudo escritor. Eres infinito. Y lo repetiré hasta que un día aparezcas a arrancarlo de mis páginas. Cuando ocurra... te quedarás en la mirada pasajera de mi esperanza y en los momentos, en las promesas, en los te quiero y no te quiero, en los secretos y en las mentiras. En el infinito de los recuerdos. 

¿Qué esperas entonces?

Susurro: Sé mío

Él nunca sonreía realmente. Cuando lo hacía, era una mueca de condescendencia, de indiferencia o incluso de picardía. Andrés tenía un nombre común, pero sin duda no era un hombre corriente y quizás eso era lo que más le disgustaba. Solía responderle con la misma moneda de desprecio juguetón y de retadora antipatía, pero tarde se daba cuenta de que solo caía en su juego una y otra vez. Y se preguntó si eso le molestaba realmente.

―Serás mía ―dijo un día mientras cubría su semi sonrisa con su vaso de cerveza. Alejandra, sin perder más tiempo, lo imitó y susurró cuando nadie más que él podría escuchar:

―No, te equivocas. Tú serás quien se someta.

Era un juego casi adolescente, casi de novela rosa barata y se preguntó si E. L James alguna vez habría conocido a un hombre como él. Probablemente no y era precisamente por eso que nunca había podido leer esa bazofia que llamaban novela erótica y que no la calentaba más de lo que un escorpión muerto podía hacerlo. Y eso era interesante, sin lugar a dudas.

Cuando La Empresa ―sí, con las presuntuosas mayúsculas que intentaban subirle el autoestima a todos― hizo la fiesta de fin de año, él fue el único que no fue vestido de terno. "Andrés, tío, sí que te pasas" era el comentario que más se repitió a lo largo de las aburridas horas de cigarros, ponche y esposas demasiado operadas para ser naturales. Le daban palmaditas en la espalda y se reían con él. Incluso el jefazo lo abrazó fuertemente y le dedicó un brindis.

―¿Es envidia lo que distingo en esos ojos negros? ―preguntó él cuando por fin pudo atraparla. Alejandra no respondió. No estaba lo suficientemente borracha para hacerlo, los tacos la torturaban y el ambiente denso y viciado del cubículo que habían arrendado para esa reunión la sofocaban.

―¿Me estabas evitando?

―¿Por qué lo haría?

―Si lo supiera, no estaría preguntando.

―O lo harías solo para joder.

Andrés se rio. Ella rodó los ojos y se escapó hacia el baño, donde él definitivamente no podría entrar, por muy rebelde que quisiera intentar ser. No se miró en el espejo ni se arregló el maquillaje. Simplemente se sacó los zapatos y se quedó allí, de pie, en silencio, escuchando el murmullo de las conversaciones ahogadas a través de la puerta y completamente consciente de que él estaba al otro lado, esperando con su sonrisa que no era una sonrisa. Como siempre.


Dos semanas después, las lágrimas se deslizaron, furiosas y ardientes, por sus mejillas cuando él intentó recordar. Fue gentil e intentó sonreír, pero dijo las palabras equivocadas y trató de llevarla donde no quería ir.

Quiso darle una bofetada con todas sus fuerzas, pero algo interior ―quizás esas eternas conversaciones sobre igualdad de género, sentados en la cama de su tía, acurrucados en el frío― le impidió siquiera intentarlo. Pero su mirada de decepción lo lastimó más que cualquier golpe.

―Lo siento ―dijo Andrés y ella supo que de verdad lo hacía. Pero ya no importaba. Ya nada de eso importaba.


Cuando la besó justo después de terminarse el café del desayuno, Alejandra enredó sus manos en su cabello y lo empujó lejos con una sonrisa aturdida y desafiante. Otro juego, nada más. Andrés rápidamente volvió a entender las reglas y simplemente le siguió la corriente, amenazándola con contarle al jefe. Como si no lo supiera. Se despidieron con un formal apretón de manos mientras sus ojos se derretían en lugares más calientes.

―¿Quién es de quién ahora? ―preguntó ella cruzándose de brazos y dándose la vuelta. Nunca había un verdadero ganador, pero lo habría tarde o temprano. Era precisamente ese el problema. Que alguien ganaría y alguien perdería.

No quería que nada se repitiera ni que sus ojos volvieran a convertirse en rojos trozos de pena, manchados por un futuro imposible. Y aun así, ninguno podía resistirse. Cuando la piel oscura de su enemigo se encontró con la suya en medio de unas sábanas infantiles y lo empujó de vuelta a su lugar con la nuca pegada a la almohada, supo que hacía mucho tiempo que ambos habían perdido.

―Eres mía ―gruñó Andrés entre miradas, derritiendo sus manos en su cuerpo. Alejandra simplemente se rio y le recordó que era ella quien finalmente estaba allí y la que tiraba de los hilos de su vida. Que él no era más que un juguete del destino y del momento.

Mentía. Ambos lo sabían o eso esperaba ella. Lo abrazó y lo torturó con sus pies fríos, mientras las lágrimas se asomaban en los ojos de ambos.

―Lo siento.

―Lo sé. Y yo.

―Puto cliché ―maldijo él con una risa profunda y herida, que sabía a cigarros baratos, pero hinchada de esperanza adolescente. Él nunca sonreía realmente. Tampoco ella, pero ninguno de los dos lo notaba hasta que estaban juntos y recordaban lo que significaba. Alejandra se acurrucó junto a él y prometió olvidarlo todo hasta la próxima vez.

―Eres mío. ―Esta vez, él solo sonrió.

Susurro: Apesta a futuro

Cuando Teresa terminó de pintar sintió que algo había muerto en su interior. Su obra maestra por fin estaba acabada y la sola idea le hacía echarse a temblar. Ya no podría hacer nada mejor. Ya no podría sufrir durante las noches por su falta de talento. Ya no podría acurrucarse en el pecho de Daniel durante las mañanas de insomnio. Ahora simplemente lo había logrado.

¿Y qué podía hacer ahora? Le temblaban las manos y, por un segundo, pensó en despertar al hombre que había visto nacer su talento y que ahora roncaba groseramente en la habitación de al lado, pero no podía ser tan egoísta. Trabajaba desde muy temprano y necesitaba las escasas horas de sueño que pudiera conseguir. Tendría que luchar con ese terror por su cuenta.

―¿Quién eres? ¿Por qué me haces esto? ―El joven de acuarela y pinceladas que le devolvía una mirada triste, rabiosa y oscura no podía hablarle, pero le daba una respuesta en su propia y retorcida manera. Era como si estuviera riéndose de ella, con esa sonrisa rota y esa ropa elegante y gastada. Teresa negó con la cabeza y se llevó las manos a la cabeza. ¿Estaría enloqueciendo? 

―No, solamente colocas el énfasis en el lugar incorrecto ―dijo el joven con voz calmada. Ella le devolvió la mirada con cierto resentimiento, pero no dijo nada. Sabía que él necesitaba hablarle. O quizás era que ella necesitaba escucharlo. Necesitaba saber por qué estaba vivo. ―Soy todo lo que soñaste. ¿Por qué me odias? ―Él sonrió y rodó los ojos―. ¿Quién soy, siquiera? ¿Acaso lo sabes? ¿Sabes por qué mis ojos te miran así? Soy inmortal. ¡Estoy atrapado!

Teresa gritó y tiró una gran sábana blanca sobre el atril para acallar sus palabras. Quiso volver a gritar, quiso reírse, pero sabía que tenía que guardar silencio. Daniel estaba durmiendo. ¿Cómo podía ser tan inconsciente? ¡Solo era una jodida pintura! Como las miles que apestaban por todo su sombrío departamento y como las otras tantas que se acumulaban en el sótano y en los basureros de la ciudad. 

Prendió la luz del baño y se lavó la cara. El agua estaba fría, pero no la refrescaba en lo más mínimo. Su estómago le recordó que no había comido desde hace un par de días y que todavía tenía cuentas que pagar y deudas que saldar ¿Cuándo se daría cuenta de que nada de eso ya tenía sentido? 

―Yo puedo ayudarte ―volvió a decir el joven―. Soy la solución a todos los problemas. 

Pero no era verdad. Se equivocaba. Él nunca podría ayudarla. Volvió a su habitación con una expresión de dolorosa desilusión y sacó la sábana. El muchacho continuaba con su expresión fría y rabiosa, como si estuviera a punto de saltar sobre ella y besarla con lágrimas en sus ojos. Se dio cuenta tarde de que la única que lloraba era ella. 

El joven, sin nombre, identidad o historia, se acercó a ella y le acarició la mejilla. Besó sus lágrimas y recorrió la piel de su cuerpo con sus manos frías. Teresa cerró los ojos y devolvió el beso, la mordida y el atrevimiento con el corazón frío y los suspiros vacíos. Se preguntó que pensaría Daniel, pero recordó rápidamente que no lo veía hacía más de seis meses, cuando la besó en la frente y se llevó sus ojos con un portazo.

―Déjame salvarte ―dijo él. Ella no respondió, pero asintió con la cabeza una y otra vez. Sabía que estaba sonriendo y que él también le sonreía. No confiaba en él, pero tampoco quería hacerse preguntas. Su ropa olía a acuarelas viejas, a dinero falso y pinceles sin cerdas. Su piel sabía a soledad. Ella olvidó su nombre e inventó el suyo para volver a perderlo en su memoria.

Cuando sus manos se enredaron en su cuerpo y se detuvieron en su cuello, abrió los ojos.

―Por favor...

Él posó su dedo sobre sus labios y acercó su boca a su oído mientras volvía a secarle las lágrimas de las mejillas.

―Yo solucionaré tus problemas ―prometió.

Tres días más tarde, un oficial de policía, joven, novato, maldeciría entre dientes al entrar al departamento abandonado y apestado a muerte y clementina. Trataría de sacar un cigarro del cinturón, para luego recordar que estaba prohibido fumar en las escenas del crimen. Llegaría a la habitación principal y la encontraría. En el suelo. Desnuda. Rodeada de lienzos en blanco, de cartas rotas sin remitente y pinturas sin usar.

Y ella estaría sonriendo.

Susurro: Qué hermoso mundo

domingo, 21 de julio de 2013

Finalmente lo había hecho. Mientras veía sus manos manchadas, se dio cuenta de que realmente... por fin... luego de tanto tiempo... lo había conseguido.

Finalmente los había matado. Ni siquiera temía las consecuencias. Carabineros. Cárcel de por vida por parricidio. Se rio al empezar a barajar los conceptos jurídicos que se mezclaban en su mente. Homicidio calificado por ensañamiento por su hermana y su tío. Parricidio con agravante por su madre y su abuelo.

Probablemente no volvería a ver el sol. Se arrepentiría el resto de su vida y pasaría el resto de su existencia en miseria, dolor y culpabilidad por lo que acababa de hacer. Y, sin embargo, nunca antes se había sentido más libre. 

―¿Por qué? ―Esa sería la pregunta que le harían. O que se preguntarían, al menos, ya que, si entendía algo de esa realidad escurridiza y misteriosa, a nadie le importaba mucho por qué la gente actuaba como actuaba. Simplemente querían ocuparse del asunto y olvidarlo lo más rápido posible. 


Querrían su sangre. Querrían venganza, aunque no la conocieran o, peor, porque la conocían y el sentimiento de traición social ―esa desconocida emoción colectiva que embargaba a todos cuando alguien no actuaba como debería― se transformaría en una sed de castigo imparable. 

Sonrió al pensar cuánta razón había tenido uno de sus profesores al decir que todos eran delincuentes en potencia. Ahora ella se había convertido en el resultado de esa profecía. 

―¿Por qué? ―susurró y se apoyó en la pared manchada y cerró los ojos―. Bueno, y ¿por qué no? Simplemente quería un poco de libertad... Veinte años prisionera de la "decencia", de lo "permitido", del "deber", de la "familia", de los "tendrás toda tu vida para desperdiciarla", del "vives bajo mis normas y bajo mi techo", del "no me interesa lo que el resto haga". ¿Qué piensan ahora?

Los cuerpos le sonreían también. Siempre había creído, con cierta vergüenza y cierto temor, que le repugnarían los cadáveres, especialmente aquellos abiertos como cerdos en un matadero, mutilados y cubiertos de sangre. La verdad era que le evocaban una misteriosa poesía. Una poética justicia. Quería libertad... ¿Qué mayor libertad que la muerte?

―De nada ―murmuró, levantándose. Se lavó las manos en la cocina, sacó un pan batido y se hizo una hamburguesa casera con mayonesa y kétchup. Nunca había aprendido cómo hacer nada, pero intentó preparar una palta y algo de tomate y descubrió que, para no haberlo hecho nunca antes, tenía cierto talento natural para no ser exigente con los sabores. Comió con gusto y dejó todo limpio. 

Antes de salir, descubrió que todavía quería hacer algo. Volvió a entrar en la casa y rebuscó entre las cosas de su tío, que yacía boca abajo en medio del patio con la mitad del rostro rajado, y sacó una cajetilla de cigarros a medio usar. Eran mentolados y no pudo evitar que iba a fumar por primera vez un "cigarro de mina". Tosió, se mareó, pero se terminó toda la caja con una sonrisa. ¿Qué pensaría él de todo eso?

―Hora de marcharse.
No los encontrarían en algunos días. Era la magia de planificar todo para vacaciones y que su familia hubiera sido siempre especialmente antisocial y ostracista. Nadie los extrañaría. Los colegas de su tío no lo buscarían hasta marzo y se encargaría de decirle a los amigos de su hermana que se iba al campo por el verano.

Esa noche iría al carnaval de Valparaíso por primera vez en su vida. Se reiría con desconocidos, volvería a su casa a dormir y despertaría con una sonrisa.

Sin nadie a quien rendirle cuentas. 

Sin nadie a quien proteger. 

Sin nadie a quien obedecer. 

Sin nadie a quien mentirle. 

Sin nadie a quien responder. 

Sin nadie que la embargara de culpa por su cariño.

Sin nadie que la esclavizara. 

Simplemente ella. Libre. Completamente libre. Quizás estuviera sola y asustada por un tiempo, pero sabría cómo enfrentarlo. Había estado sola toda su vida, aunque realmente esos fantasmas de cariño, anhelo y aceptación en ocasiones quisieran engañarla. Algo en su interior temblaba de miedo y dolor, de rabia y asco por lo que había hecho, pero era buena ocultando todo eso. Se engañaría a sí misma hasta que la realidad desapareciera. 

Ya no tenía nada que temer. Observó una última vez los cuerpos y con un suspiro, los acarreó hasta el patio. No había forma de esconderlos ahí, ya que la tierra era demasiado dura para cavar y el barrio demasiado entrometido para quemarlos. No tenía más opción que dejarlos en otro lugar. Confiaba en que el tiempo que le tomara para aprender a conducir el auto familiar no fuera demasiado como para que alguien comenzara a sospechar. 

Sonrió. Ordenó la casa, acumuló todos los cuerpos en el "cuarto chico", echó llave y salió a la calle con los audífonos tocando "Raindrops Keep Falling On My Head" de B. J. Thomas. Le faltaba el último número de Kick-Ass que acababa de salir en el quiosco y pensaba comprarlo antes de ir al supermercado a comprar.

Era un hermoso día.

Grito: Nuevamente

sábado, 20 de julio de 2013

Y aquí estoy nuevamente.

No puedo decir que las cosas hayan cambiado o siquiera que las cosas hayan empeorado. La verdad es que siguen exactamente igual y esa es una forma de empeorar. Estoy aquí nuevamente y aunque podría decir muchas cosas, simplemente siento que quiero lo imposible.

Sí, quiero lo imposible. Lo posible es demasiado triste, demasiado amargo, demasiado vacío, demasiado doloroso. Quiero lo imposible. Lo imposible que es soñar, que es imaginar, que es sentir el frío de la noche, el aroma a un cigarrillo, la idea de una novela, el futuro de una caricia, la protección de un ideal. Quiero lo imposible que eres tú.

Pero no quiero hablar de ti. Te he pensado tanto, te he querido tanto y te he extrañado tanto, que temo que incluso escribirte, ese ritual mágico que siempre compartimos aun en la soledad de otras eras, puede ser peligroso. Puede hacerte real y hacerte desaparecer. No, hoy es sobre mí. Porque también así es mucho más fácil. Siempre es más sencillo cuando se trata solo de mí.

El color de mis ojos no ha cambiado, pero sí el de mis pensamientos. Sin embargo, ¿qué importa? ¿Qué importa lo que piense si finalmente no logro mandar a mis pies a que den un paso? ¿O a mis oídos para que escuchen? ¿O a mis ojos a que se abran? Siempre lo he dicho. La misma palabra. La misma sensación. Cada día se hace más grande.

Cobardía. Lo peor es que se va añadiendo otra: resignación. Resignación a que el cobarde nunca será valiente hasta que esté solo. Sin embargo, teme estar solo. Le aterra estar solo y, pese a sus hurañas costumbres, quiere estar acompañado. Por eso nunca será valiente. Ya no es la vergüenza ardiente la que se escabulle bajo mi piel, sino un frío inevitable. Unos ojos caídos. Unos labios suspirantes. Una mente resignada, que seguirá caminando entre las rocas mientras anhela escalar.

―Y dime, ¿a quién odias?

Ni siquiera a mí misma. Quizás lo pensé una vez, pero esa barra gruesa y ardiente de oscuridad ni siquiera es parte de mi interior. Adentro solo hay una niebla espesa y embriagante, que amodorra y envuelve, pero que no siente. El fuego se encienda en chispas en ese ambiente, como un encendedor defectuoso ante un fumador insistente. Y son esas chispas de coraje, esos momentos de decisión, esas mentiras, esos engaños, esas capas y máscaras las que permiten que estos pies continúen. Porque no hay rendición sin esperanza.

―Y tú, ¿a quién amas?

Tampoco a mí. Pero sí a él. Un él invisible, pero real. Real en mis recuerdos, en mis cartas, en mis letras, en mis sensaciones, en mis lágrimas en medio de las lecciones y en mis sonrisas frente a un micrófono. Un él que no quiere mostrarse y que solo se envuelve más en esa misma niebla que no me deja respirar. Y que tampoco me permitirá dejar de hacerlo.

Páginas y páginas, horas y horas, sueños y sueños cargados de pensamientos, esperanzas, anhelos, roturas, vendas, heridas. Y todo, ¿para qué? Orgullo férreo, es lo único que puedo entender. Terquedad intelectual. Idealismo profundo que solo choca con la realidad para volver sus pasos en medio de la tormenta. Hace frío. Y quizás no es suficiente para entumecer mis ideas.

¿Nunca has visto tus propias manos sin sentir que no te pertenecen? ¿Nunca has oído tu voz sin sentir que no es la tuya? ¿Nunca has mirado tu reflejo sin sentir que no te reconoces? Es una curiosa sensación. Un mecanismo sencillo para desapegarte de lo que eres, para ser el observador externo dentro de tu propio cuerpo. No es suficiente. Pero, ¿qué lo es a estas alturas?

Una tormenta en una pequeña lágrima. En silencio. En soledad. Bajo una sonrisa. Bajo una palabra amable. Bajo un saludo y un buenas tardes. Un grito en medio de las páginas. Un gemido de dolor en medio de las sábanas solitarias. Un suspiro frente a trazos negros que se dibujan sin ningún tipo de ritmo.

Algún día seré libre de ellos. Algún día ya no volverán a esclavizarme nunca más. Amor. Miedo. Ya no significarán nada. Son pensamientos oscuros, peligrosos… Y me pregunto qué pasaría si murieran. Me pregunto qué pasaría si yo los matara. Nunca ocurrirá. Pero me divierte solamente pensarlo. ¿Sería libre? El dolor y la culpa estarían presentes, pero estoy segura de que lo superaría… Ser libre. ¿Valdría la pena? ¿Valdría la pena destruirlos para buscar mi propia libertad, aunque sea solamente en sueños?

Estar sola… Sin nadie que me detenga. Una sonrisa rota, ojos oscuros, imágenes terribles. Qué horrible futuro. Qué siniestra forma de pensar. Pero en mi mente soy libre. Rota, pero libre. Asesina, pero libre. Cobarde, pero libre. Prisionera, pero indudablemente libre. 

Pero sí, todo está bien. Te quiero con todo mi corazón, aunque no estés. Sí, también te quiero, amigo. Te extraño. Te ayudo. ¿Necesitas algo? Todo va perfecto. ¿Cuándo nos juntamos? ¿Terminaste el trabajo? ¿Recojo la mesa? Sí, claro, me siento bien. ¿Cuál es tu problema? Déjamelo a mí. Cuéntame lo que sucede. Yo puedo esperar. Es en serio, todo marcha bien. ¿Acaso te he mentido? ¿Quieres decirme algo? Estoy a tu disposición. ¿Para cuándo lo quieres? Yo me encargo. Puedo hacerlo. Confía en mí. 

«Estoy bien»

Susurro: Primavera de un día

sábado, 13 de julio de 2013

Huele a septiembre.

El viento corre en medio del naranja, el amarillo y el azul del paisaje, elevando recuerdos, memorias y hojas de papel. Sus ojos se cierran un momento con cansancio y sabe que todo su ser se pregunta dónde estará. No tiene respuesta. Quizás nunca la tenga, pero permite que la pregunta la inunde bajo el sol.

Juguetea con sus manos y observas las páginas amarillentas de su libreta en blanco. Casi puede ver los volantines, los helados, la gente paseando del brazo. Casi puede oler la carne asada de las fiestas patrias. Casi puede aspirar la hierba recién cortada.

Casi casi puede verlo a él.

Siente que sus dedos le gritan que se deje invadir por esa primavera de un día, que le de forma a las huellas del fantasma una vez más. Huellas que siempre intenta seguir en sus paseos nocturnos por su propia mente. Sin embargo, se resiste. Se resiste a manchar aquella magia de colores con sus propios trazos negros.

Quiere que ese aroma a primera vez, ese viento de futura nostalgia, ese paisaje de promesas estiradas dure para siempre. Dure un segundo más. Permanezca y se disuelva para quedarse como el recuerdo de un sabor dulce y salado que habían sido ellos.

Lentamente empieza a oscurecer. Ella sonríe y toca las hojas limpias que tiene en su regazo. Apoya la punta del lápiz y dibuja su nombre en un rincón de la página. Otra huella que seguir. Vuelve el invierno en un segundo, la gente se detiene y los colores se desvanecen para regresar a sus ropas grises, blancas y románticas.

―Es otro día… ―dice ella. Otro día de invierno con alma de primavera. Cuenta los días, pero se rehúsa a decir un número. Se pregunta. Sonríe. Cierra los ojos. Simplemente otro día de silencio. No llueve. Sus dedos ahora están fríos y no gritan absolutamente nada. 

Ya no huele a septiembre. Las hojas empiezan a llenarse de lágrimas y letras y el cielo se oscurece del todo. Casi puede ver las charcas de lluvia en las esquinas, el barro en los zapatos, los semblantes arrebujados en bufandas y las manos entumecidas. Casi puede oler la humedad de su cabello enredado. Casi puede aspirar el aroma invernal de la niebla nocturna.

Y mientras escribe… puede verlo a él. Otra vez.

Susurro: El dolor de la victoria

viernes, 5 de julio de 2013

Black retrocedió hasta pegar su espalda contra la pared, pero no dejó de obstruirle el paso al joven soldado. Sabía que si avanzaba más, sería su perdición, por lo que no tenía más opciones que enfrentarlo y confiar en su habilidad para mantenerlo a raya.

―Ríndete de una vez, Joel ―exclamó la voz de su enemigo, a la espalda del soldado―. Estás solo. Si te rindes ahora…

―Vete a la mierda, Terrance ―le respondió antes de que pudiera completar la frase―. Esto no ha terminado.

La risa de Terrance White no se hizo esperar. Con un gesto displicente, pero también feroz, hizo avanzar a uno de sus más formidables guerreros, que a lomos de un flamante caballo blanco, le devolvió una mirada inescrutable. Se sabía vencedor. «Tres contra uno», pensó Joel. Ya no tenía a dónde moverse. No tenía a dónde escapar.

Sujetó su espada con fuerza, dispuesto a luchar hasta derramar la última gota de su sangre, pero en el fondo sabía que era completamente en vano. El joven soldado al que había intentado obstruirle el paso le sonrió con cierta compasión.

―No es necesario cobrar otra vida. Puede rendirse sin deshonor alguno ―le dijo con suavidad. No debía tener más de dieciocho años y ya tenía el rostro manchado de la sangre de sus compañeros caídos y los ojos ensombrecidos por la muerte.

―¿No quieres cobrar otra vida? ―Joel no pudo evitar una sonrisa sarcástica―. ¿Y a qué se debe tanta honorabilidad, soldado? ¡Mira a tu alrededor y dime qué ves! ¡Dime si vale de algo tu piedad ahora!

Pudo notar cómo sus tres rivales se removían, incómodos, en sus puestos. Joel se hubiera ufanado de su victoria si no hubiera tenido el corazón apretado de pena y derrota en su pecho. Todo lo que podía verse en ese campo de batalla eran cadáveres. Sangre. Edificios destruidos. Silencio. Destrucción. Y ellos, en medio de la soledad.

―¿De qué vale ganar ahora? ―les espetó a los tres alzando un brazo para mostrar lo que todos podían ver―. ¿Quiénes celebrarán su victoria? ¿Quiénes aplaudirán su supervivencia? ¿Quiénes honrarán su heroísmo? ¿Quiénes los abrazará al volver a casa? ¿Quiénes verán esta victoria? ¡No lo entienden! ¡Nada de esto tiene sentido! ¡Nada importa ya! ¡Mátenme si quieren! ¡Ustedes también están muertos!

Sus palabras fueron rebanadas por la espada del caballero, quien atravesó su pecho con lágrimas bañando su rostro.

―Cállate ―le dijo antes de desmontar y hundir aun más la hoja en su cuerpo. Cayó de rodillas, manchado de sangre fresca, y se derrumbó sobre la tierra entre violentos sollozos―. Solo cállate…

Terrance White suspiró. El joven soldado volteó y le dedicó una mirada de congoja que no supo responder. Desvió la vista y trató de acercarse al guerrero que lloraba. Sin embargo, el soldado le tomó del brazo antes de que pudiera avanzar.

―¿Es cierto? ¿Solo estamos nosotros?

El rey no respondió. Volteó y comenzó a caminar por el campo de batalla en dirección a su castillo, donde solo le esperaba la soledad. El único consuelo que tenía era que tarde o temprano todo eso desaparecería. Desaparecería la sangre, el miedo, la guerra y la muerte. Todo volvería atrás, aunque solo él pudiera recordarlo. Miro hacia el cielo nublado de su reino y sonrió.

El rostro traicionado del pequeño soldado, las lágrimas ardientes del guerrero a caballo, las palabras del último rey enemigo… todo quedaría olvidado en pocos segundos. Solo él podría recordarlo. Las rodillas se le doblaron y cayó al suelo, inconsciente, sabiendo que había ganado el juego. Pero que no significaba absolutamente nada. 

Jaque mate ―pensó antes de que el tablero comenzara a cerrarse.

Fantasma: ¿Y tus líneas?

martes, 2 de julio de 2013

Si me dieran solo cinco líneas para sentir dolor, simplemente diría tu nombre y olvidaría las reglas, las líneas, las letras, los recuerdos y sonreiría ante la melancolía que envuelve el silencio. Lo verdaderamente triste de la espera es la esperanza de la llegada. Escribir y escribir sabiendo que anhelo más que tu memoria es la tragedia de cada uno de mis personajes. 

Cada día es un segundo de tristeza y una eternidad de anhelos. Y la tinta sigue derramándose, desordenada y rebelde, sin orden ni belleza, en medio de las hojas amarillentas. Y por un instante, te siento en su aroma. Y no puedo evitar sonreír entre mis vacías lágrimas.
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