Susurro: Palabras

jueves, 29 de agosto de 2013

Palabras.

Talento de computación, toma una imagen y roba el ingenio de otro. Sé nostálgico. Recuerda el café. Ama el pasado y recuerda que eres el mejor detrás de una pantalla que acaricia tu corazón, bombeante músculo rebelde.

Palabras.

Déjame gritar tu nombre. Ríete. Rueda los ojos, compañero. Susurra una amenaza junto a mi oído. Titula tus fracasos con mis ojos. Jura lo imposible y te responderé con lo innecesario. Dedícame una canción en la medianoche y luego desaparece por una era completa hasta que tus huellas sean sangre en mi piel.

Palabras.

Vanidad, escóndete detrás del abanico de la arrogancia. ¿Dónde quedaron esos alardes mentales? Las conversaciones que no saldrán de tu cabeza se sonríen y se envuelven a sí misma en el beso de una rosa en tus oídos. Publicaciones y pinturas en aquellas murallas de la ciudad donde todos posan la mirada, pero nadie realmente enciende su mente. Tiende tu mano y fotografía tu solidaridad. Luego empuja al necesitado. ¿Para qué sirve ya?

Palabras.

Quiero esconderme de mí misma en las palabras. Persecutoras como el brazo oscuro de la justicia. Obsesióname. No puedo olvidarte. ¿Cómo querría? Y alcémonos todos bajo la luz del smog. ¡Atrévete! ¡Atrévete! ¡Atrévete! Enciéndete, arde, haz explotar tu corazón y tu mente. Qémate en ti misma. Arranca las páginas de tu piel y tose tinta en medio de tu sangre. Oscurece mis ojos cuando me veas, porque ya no estaré aquí.

Palabras.

Palabras.

Y la vanidad, la obsesión, la ilusión vana de que alguien vaya a comprender, de que juega a comprender, de que comprenda y lo ignore, de que comprenda y deje de comprender. Mira mis cicatrices. Pequeñas como yo misma. Apenas tenues huellas del hielo. Gritos en medio del engaño en las calles. Idealismo de masas. Complacencia de pocos. Poeta frustrado que escucha y repite con una sonrisa burlona. Somos.

Palabras.

Y una aprendiz escribiéndolas hasta que, tarde o temprano, en medio de ti, en medio de mí, entre las lágrimas y las objeciones, sobre las promesas y bajo las despedidas, alrededor de los juegos y frente a la realidad… nos encontremos.

Susurro: Prohibidas

sábado, 24 de agosto de 2013

―Me alegro que finalmente aceptaras mi invitación ―dijo Elena con una sonrisa tímida. Se sentó en la dura silla del comedor de su casa y empezó a servir, no sin cierta torpeza, el vino en ambas copas―. Perdona si todo está algo desordenado, no sabía que ibas a venir.

Su compañera bajó la vista y entornó los ojos con cierta incomodidad. Elena se maldijo entre bajo y se apresuró a agregar que había esperado su visita durante mucho tiempo y que sorpresas como aquellas siempre eran bienvenidas en su vida. Ambas rieron con la ironía.

―¿Te puedo ofrecer algo de comida? ―preguntó la joven acercando los platos. No estaba segura de si ella estaría interesada y, en realidad, estaba demasiado nerviosa como para tener la iniciativa que le caracterizaba. Sin embargo, también esa sensación se debía a lo inevitable de aquel encuentro. Y de lo que significaba. 

―Me encantaría. ―Sonrió. Hizo una pausa y, al ver su titubeo, añadió con suavidad―. ¿Temes que alguien nos vea juntas?

―¡No, claro que no! ―se apresuró a decir Elena con las mejillas enrojecidas y ella supo que le mentía. Entornó los ojos y la miró con cierta ternura. Sabía que su relación siempre sería secreta y censurada, sabía que nunca podrían aceptarla y no podía culparla por intentar mantener algo de discreción. ―Es solo que… no lo entenderían. ―Tragó algo de saliva y deslizó su mano hasta aferrar la suya―. No quiero perderte.

No sabía cómo decirle que jamás la perdería, pero que aquello no podría funcionar. Jamás podría funcionar. Era demasiado joven para ella, demasiado entusiasta, demasiado dulce, demasiado viva. No podía quitarle todo lo que tenía solo por estar a su lado. Sospechaba que Elena sabía lo que estaba pensando, porque sus ojos estaban atravesados por el dolor y el anhelo, pero decidió no arruinar la cena. Apretó su mano tibia y le sonrió.

―¿Vas a servir o esperaremos a que se congele?

―¡No, ya voy, ya voy!

Se rio al ver a la chica correr hacia la cocina. Se dedicó a mirar alrededor y se sorprendió al descubrir que realmente echaría de menos esa casa donde había deambulado durante tantos días. Seguramente recorrería muchos lugares diferentes, pero por algún motivo sabía que recordaría siempre las cortinas demasiado amarillas, los libros apiñados en medio de las hojas llenas de garabatos e historias inconclusas y, por sobre todas las cosas, su risa tímida y su mirada insegura. Suspiró. Cuántas veces se había enamorado de esa manera… Para luego tener que marcharse.

Comieron entre risas, estirando cada momento como un chicle añejo que se resistía a romperse. Elena había preparado un plato sencillo e incluso sacó una botella de champaña de la bodega de su tío para brindar, además del vino que ya había decantado en sus copas.

―Por la vida ―dijo ella con una sonrisa elocuente. Elena dudó un instante, entendiendo de golpe lo que estaba ocurriendo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero asintió y sonrió.

―Por el futuro ―susurró.

Quince minutos más tarde, no quedó entre ellas nada más que silencio. Ella la miró con curiosidad y se acercó a su cuerpo menudo para darle un abrazo. Sin embargo, Elena llevó sus manos a su rostro y la besó mientras las lágrimas caían por sus mejillas. Un beso dulce como ella, inexperto, pero cargado de la emoción que siempre reprimía. Segundos después, se separó y bajó la cabeza.

―¿Volverás? ―preguntó. Ella la obligó a mirarla a los ojos y sonrió.

―Lo haré, pero debes prometerme que no me buscarás. ―Intentó enjuagar sus lágrimas con sus manos demasiado delgadas―. No quiero verte desperdiciando tu vida conmigo. Volveré cuando tenga que hacerlo.

―¿Cuánto tiempo…?

―El que sea necesario. 

―¿Por qué? ¿Por qué no podemos estar juntas? No es justo…

―La justicia es tu especialidad, ¿no? ―bromeó ella con una sonrisa rota. Su rostro lentamente comenzaba a oscurecerse y se alegró de que Elena pudiera aceptar su partida, pese a todo. Tomó sus manos entre las suyas y se las llevó a sus labios―. No es solo que nadie lo entienda, es que esto no es correcto. ―Se apresuró a levantar una mano al ver que Elena quería protestar―. No debiste acercarte a mí tan deprisa… ―Sonrió―. Pero fui egoísta. Te quería para mí y lo siento por eso.

Elena vio sus manos y soltó una suave risa. Entendía cada palabra que ella le estaba diciendo. Desde el comienzo había sabido que nada de eso podía durar para siempre. No podían estar juntas. No ahora. Se habían conocido accidentalmente, como tantos otros, pero sabía que si seguía persiguiéndola, iba a perderlo todo. Y ella jamás podría perdonárselo.

―Te quiero ―dijo Elena y cerró los ojos antes de verla marcharse y sentirse desvanecer lentamente. Sonrió y las lágrimas le sabían a pequeñas gotas de sangre…
Gritos. Lágrimas destempladas. Más gritos. Una familia destrozada por el miedo, el dolor y el desconcierto. Un cuerpo ensangrentado, pero todavía tibio. Elena podía escuchar las súplicas de su madre y las oraciones de su padre mientras la zarandeaban, mientras intentaban despertarla, mientras le rogaban que viviera.

Abrió lentamente los ojos, pero lo primero que vio entre los rostros desconocidos de sus seres queridos, entre las lágrimas sucias que caían sobre su cuerpo roto y sus brazos sangrantes, fue su mirada. La Muerte le devolvió su sonrisa y la observó con ternura.

―Te estaré esperado ―susurró―, pero solo cuando sea el momento.

«Te quiero», pensó Elena y abrazó a sus padres que se deshacían en sus brazos. Su corazón latía despacio, pero con furia inusitada. Tenía que vivir. Era la única manera de poder volver a verla y que ella la quisiera de verdad. En el final.

―Y yo a ti, pequeña...
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