Nubes de tormenta

sábado, 28 de diciembre de 2013

Era como si todo aquel ambiente viviera en un degradé de penumbras, desde el abismo absoluto hasta unos grises tenues que no alcanzaban a iluminar del todo. Todo era completa oscuridad en el rincón izquierdo de la celda. Lo oyó moverse en aquella negrura, pero no dijo nada. Sabía que no podía decir nada. Comenzó a caminar hasta la salida y apoyó una mano en los barrotes. Casi podía ver el suelo iluminado.

—Me traicionaste —dijo él.

La niña se quedó quieta en la puerta de la celda y pensó durante un segundo. Podía salir y marcharse de ese lugar, pero no quería hacerlo. No del todo. Miró a su alrededor y esperó a que alguien dijera algo más. «Podemos cambiar», pensó ella, pero, por supuesto, no era posible. Bajó la cabeza y abrió la puerta de esa cárcel.

El niño en la oscuridad apretó los dientes. Lágrimas se resbalaban por sus mejillas al verla marcharse. Lo había dejado solo. Se había quedado muy poco tiempo y nunca se había acercado del todo hacia su lado de la celda. Hubo un momento en que casi pudo sentir el roce de su mano, pero quizás solo habían sido ideas suyas. Ella siempre estuvo más allá. Y ahora lo había dejado solo.

—Nunca fuiste como yo —murmuró, pero sabía que ella ya no podía escucharla. Era mejor así. En el fondo, sabía que eso iba a pasar. Sabía que tarde o temprano ella podría salir de esa cárcel, porque siempre había estado en el sector más luminoso. No pertenecía allí. No pertenecía a las sombras, aunque lo hubiera parecido. Le había prometido que estaría allí junto a él, pero mentía. Como todos, mentía. Pero quizás era mejor… Ella podía salir. Ver la luz. Y estar con otros niños que no conocieran ese lugar. Mejores. Que sonrieran como ella.

Sin embargo, no podía evitar odiarla. Odiarla, porque eso era todo lo que podía hacer. Odiar el espacio vacío que había dejado su sombra. Apenas podía ver los barrotes desde allí, pero el niño caminó hacia ellos, envueltos en aquella asfixiante oscuridad. Hubo un tiempo en que conocía mejor el lado derecho de la celda. Donde todo era más gris, más plateado. Pero era mejor estar en la oscuridad. Así, cuando se marchaban… apenas podía verlos.

—Acércate.

Su voz lo sorprendió. Siguió caminando hacia los barrotes y tocó el metal frío con la yema de sus dedos. Se apartó cuando notó su mano —su mano— aferrar la suya a través de esos mismos barrotes.

—No apartes la mano, tonto —rio la niña. Él no podía verla, pero adivinaba la sonrisa burlona en sus facciones invisibles—. Ven, acércate. —Al ver que el niño no se movía, murmuró—: Estoy aquí, acércate. No pasará nada.

—¿No te habías ido? —preguntó él—. Me traicionaste.

—No. —No podía verla, pero la pausa lo hizo imaginarse un avergonzado titubeo—. Tenías razón. Somos diferentes. Somos de lugares distintos de la misma celda. Ahora yo estoy afuera, aunque… —Se rio por lo bajo—. No sé si vaya a durar. Quizás vuelva allá adentro. Pero ahora estoy afuera —repitió—, pero no voy a irme. Estaré aquí.


—¿Por qué? ¿Para qué? —Eso no tenía sentido.

—Porque todavía no puedes salir —respondió ella como si fuera evidente.

El niño volvió a sentir cómo un volcán de rabia y desilusión espesaba aún más su oscuridad y se alegró porque ella no pudiera ver sus lágrimas.

—Lárgate. No quiero que estés aquí. —Se enjuagó las lágrimas con el dorso de la mano—. No voy a salir nunca.

La niña sonrió. Él no podía verla y, en cierto modo, era mejor así. Porque así tampoco podía ver las lágrimas de tristeza de su rostro. Suspiró y se sentó en el suelo de ese pasillo intermedio. Afuera, los rayos de luz acariciaban su espalda. Adelante, las nubes de abismo no la dejaban ver nada. Se asomó por los barrotes y tomó sus manos. Las sujetó con fuerza, para que él no se soltara.

—Entonces me quedaré aquí. Y cállate. Eres un tonto. —Su tono se quebró, pero no permitió que él lo notara—. Eres un tonto y no me dirás qué puedo hacer. Si no quieres hablarme, vale. —Sonrió con cierta malicia—. Pero yo me quedaré aquí. Y te aburrirás si no hablas. —Su lógica le parecía incuestionable.

—No puedes ayudarme —dijo el niño y fue apenas un susurro. Ella sonrió.

—Lo sé.

—¿Por qué te quedas entonces? Es inútil. No quiero que estés aquí.

—Yo sí quiero estar aquí. —Sí, era una verdadera fortuna que él no pudiera verla llorar. Porque su rechazo también dolía, aunque fuera en aquel mundo de extraños grises. Pero él no tenía por qué saberlo—. Y se acabó.

«Porque te quiero». No, claro que no. Eso era ridículo. ¿Qué podía querer de un niño oculto en la oscuridad que no había visto nunca? Eso era lo que él pensaba. No se había soltado todavía del agarre de esa niña tonta y traicionera. No podía salir de esa celda, ¿por qué seguía allí? ¿Acaso no veía que prefería estar solo? Sin embargo, él no se soltó.

La niña sintió cuando él apretó un poco más fuerte sus manos. No sabía cuánto duraría la cooperación del niño, pero no importaba. En ese solo instante, dejaban de estar solos. Aunque estuvieran en lugares muy distintos y ambos supieran que un instante era solo un pestañeo. Él seguiría en el sector izquierdo de su celda. Ella seguiría sentada fuera de ella.

—¿Y… de qué quieres hablar? —preguntó el niño después de un rato.


Y las lágrimas se empañaron con una sonrisa. Aunque fuera un solo segundo.

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