Susurro: Casi casi

martes, 26 de febrero de 2013

―No te voltees ―ordenó la mujer con voz fría y potente. No era más que un susurro, pero era exactamente el tono que hubiera esperado escuchar de un general, por lo que rápidamente obedeció. Se puso a mirar los precios de la leche en polvo con desgana, haciendo los gestos obligatorios de indignación, pero con las orejas a punto para escuchar.

De reojo pudo ver que se trataba de una señora de casi cincuenta años, con el pelo completamente blanco y un estricto maquillaje, aunque más bien discreto. Su cesta de la compra estaba llena de productos y entre sus gafas, podía ver un par de ojillos marrones severos y decepcionados.

―No te voltees, dije ―volvió a decir, esta vez con algo más de frialdad―. El mensaje está en la barra de pan que acabas de colocar en tu cesta. Paga y sal del supermercado. Tienes exactamente ocho minutos o te degüello aquí mismo.

El hombre hizo todo lo posible por no tragar saliva y parecer natural ante las cámaras, pero de todas maneras un escalofrío recorrió su espalda. Un segundo después, la anciana ―¿lo era realmente?― había desaparecido, dejándolo con una sensación estúpida de cobardía y humillación. Apartando esos pensamientos, obedeció la orden sin más demora y salió del supermercado con sus compras. Solo luego de asegurarse de que todo estaba en orden, sacó la barra de pan, encontró el mensaje y lo abrió.

«A la próxima vez que confíes en la primera ancianita que se te aparezca en un supermercado, seré yo misma quien te de una paliza. R» 

Él soltó una carcajada al ver la inicial de su superiora y dio un gran mordisco a la barra de pan. Maldito entrenamiento. Malditos agentes secretos. Malditos clichés de televisión con repetidas frases de espías. Lo habían engañado como a un chino. 

―Te lo mereces, guapetón ―dijo la anciana de mirada severa al pasar por su lado. Esta vez lucía una enorme sonrisa y una pistola disimulada en su cinturón. Las cosas no eran como en las películas, de eso no cabía duda. Nadie se te acerca en un supermercado con las instrucciones para tu misión.

Pero casi.

Susurro: Más allá del tiempo y el polvo

Aquella ventana era una de las más viejas y respetadas de toda la población. Llegaba a tal punto su longevidad que había sobrevivido a la parcial reconstrucción de la propia casa en la cual se alojaba, una proeza que muchas de sus hermanas más jóvenes no hubieran creído posible.

Había sobrevivido a la banda de golfillos del 2005 que se dedicaron a tirar piedras a todas las casas de forma sistemática, seguramente en alguna especie de rito tribal secreto. Había visto aparecer unas hermanas más altas, esbeltas y estilizadas que, en un comienzo, se alojaron en distinguidos edificios de lujo y la miraban a ella ―pobre desgraciada― por encima de sus bisagras. Pronto desaparecieron y ella siguió allí, observando.

Así pronto todas empezaron a considerarla una anciana sabia, a la que enviaban mensajes, con el vaivén del viento o el reflejo del sol, pidiéndole consejo y apoyo. Contaba la leyenda que incluso había presenciado el asesinato de las viudas y que la sangre del patriarca había manchado sus mismos cristales, pero podían ser solo cuentos de viejas.

Cuando la inevitable pregunta apareció en boca de aquellos curiosos parásitos de dos piernas y rostros extraños, todas temblaron.

―¿No deberíamos cambiar esta ventana? 

Nadie en todo el pueblo entendió por qué, en ese preciso momento, todas las ventanas explotaron al unísono, en una protesta masiva y revolucionaria contra la represión autoritaria de aquellos opresores, dejando un desastre de cristales y especulaciones sobre fantasmas y explosiones solares. La vieja ventana sonrió con humildad y bajó la cabeza, conmovida. 

Nadie volvió a preguntar algo parecido.

Susurro: No único

Tayson se apoyó en el muro del callejón y comenzó a caminar lentamente, pasando su mano por el cemento áspero y filoso de la pared. Olía a mierda y a alcohol y se hubiera detenido a vomitar allí mismo si no fuera porque apenas podía moverse. Doblarse hubiera sido un esfuerzo excesivo para él en el estado en que se encontraba.

«Te lo dije». Era lo que todos iban a decirle. Lo que Alejandra diría. Lo que sus padres dirían antes de echarlo a patadas al mismo callejón por donde ahora intentaba arrastrarse. Lo que dirían sus amigos con miradas de complicidad culpable. Lo que dirían todos. Absolutamente todos. ¿Qué podía esperar? Apretó los dientes para contener el gemido de dolor que sentía en todo su cuerpo y luchó por seguir avanzando.

Era como si en lugar de músculos, alguien hubiera molido cristales bajo su piel. Tenía náuseas y si hubiera podido caer y gritar hasta quedarse sin aire, lo hubiera hecho. Pero incluso eso era demasiado doloroso. 

―Puto drogadicto ―gruñó un mendigo que se volvió a acurrucar entre los cartones de su hogar. Tayson increíblemente sonrió. Cerró los ojos un momento y apoyó la cabeza en la pared. Se sentía cómoda, como una almohada suave y mullida. ¿Qué tenía de malo descansar un poco? Solo unos segundos antes de seguir hacia su casa… Solo un instante…

Solo uno…

Susurro: Prejuicios

La vida de un escorpión no era cosa fácil. En primer lugar, pocos realmente veían su belleza física y, tanto bestias como humanos, reaccionaban con pavor cuando alguno de ellos asomaba sus narices azabaches en cajones o rincones. Eran muy pocos los privilegiados que iban más allá del cascarón negro, frío y amenazador que avanzaba hacia ellos lentamente.

En segundo lugar, ninguno podía negar que eran una amenaza potencial. El aguijón que tenían en la cola podía ser letal para algunas criaturas, doloroso para otras y una molestia a tener en cuenta para todas ellas. Eso solo alimentaba el mito negro ―je― en torno a ellos, marginándolos al mundo del horror, el asco y el peligro.

¿Qué se habían imaginado, además, esos humanos al pretender entender su naturaleza? Los escorpiones eran mostrados como traicioneros, malvados, traperos y eran solo superados por otra mártir de la naturaleza, la incomprendida serpiente. ¿Qué humano no conocía la historia pérfida de la rana y el escorpión cruzando el río? ¡Vaya propaganda humanista! ¡Vaya sucias mentiras!

Los escorpiones eran criaturas como cualquier otra, tan salvajes, mansos o peligrosos como muchas otras bestias que esos monos erguidos aceptaban como “buenas”. ¡Como si un animal pudiera ser bueno o malo! Vaya tontería. Era momento de cambiar todo ese paradigma de una buena vez. Pero antes… quizás asomarse por un cajón o aparecer en medio de una mesa podía ser una buena broma. 

Después de todo, los gritos nunca pasaban de moda, ¿verdad?

Susurro: Gracias, cariño

―¿Y a qué viene tanta pompa? ―preguntó ella con una sonrisa juguetona al ver que el desastrado muchacho que tenía en frente, sonreía con nervios y se ruborizaba al señalar la escena―. ¿Hay alguna ocasión especial?

―No… o sea,  sí. Digo… Quise hacer algo y pues… Si no lo quieres, pues te jodes ―dijo cruzándose de brazos y desviando la mirada.

Ella respondió con una sonrisa y lo atrapó en un beso que duró apenas un suspiro. La contradicción entre la ropa del galán ―unos jeans gastados, polera sucia, pelo desordenado, cigarro en la boca― y la decoración que tenía ante sus ojos era demasiada para asimilarla de una sola vez.

Pétalos de rosas rojas estaban en todo el suelo y un aroma primaveral en pleno otoño se podía sentir en todo el ambiente. No había más luces que unas velas escuálidas en los cuatro rincones de la habitación que iluminaban las dos copas de champaña y las fresas con chocolate derretido que estaban en el centro de la mesa. Por supuesto, un mantel cubría la madera vieja y defectuosa, aunque creyó ver una mancha de kétchup sobre él. 

Ella se mordió el labio y sintió que podría amarlo el resto de su vida si era necesario. Aquello era precioso y era la demostración de que, pese a todas sus pataletas, él era un romántico empedernido. Se había superado con creces y se había esforzado por imitar una de las veladas más clásicas para estar en pareja.  Era simplemente perfecto, pero… ¿cómo le diría que odiaba el chocolate? «Definitivamente no puedo decírselo ahora», pensó con decisión. No iba a arruinar la velada con un disgusto tan primitivo y desconsiderado.

Al despertar de la intoxicación en el hospital con el rostro de su novio acongojado y tembloroso en la silla de al lado, se dio cuenta de que quizás ser considerada con un chico tan despistado como aquel ―la clase de chicos que no ven la fecha de caducidad de las fresas―, podía ser un poco peligroso.
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