Verano en mitad del invierno

domingo, 17 de agosto de 2014

El chico sin nombre hundió un poco más las manos en sus bolsillos. Torció el gesto de la boca al darse cuenta de que su reproductor de música se había quedado con batería y tuvo el repentino impulso de querer lanzarlo contra el suelo. Sería estúpido, sin embargo, así que siguió caminando bajo la noche de verano.

«En realidad, ni siquiera ha llegado la primavera», pensó, pero el calor que sentía en el cuello y en la espalda lo hacía pensar en enero y en las vacaciones. No tenía sentido en mitad de agosto. Cerró los ojos un momento y sacó un cigarrillo del bolsillo de sus vaqueros. Se detuvo para encenderlo. El humo no enfrió sus pulmones. Se frotó el pecho con la mano, pero sabía que no iba a poder hacer desaparecer el agujero que lo corroía. Ni con humo ni con sus manos. 

Se arremangó la sudadera, pero mantuvo la capucha en su sitio, sobre su cabeza. Dio otra calada al cigarrillo y siguió avanzando. Sonrió cuando pensó que estaba a punto de echarse a llorar. Aspiró con fuerza al notar que la garganta se le cerraba de pena. 

—Mierda —dijo por lo bajo y su propia voz sonaba transparente. Como a muchos, no le gustaba quedarse a solas con sus pensamientos. Por eso se había traído el reproductor. Porque así no tenía que escuchar ni pensar en nada más. No tenía que estremecerse por un frío que no existía, porque solo estaba dentro suyo. No tenía que avergonzarse por estar caminando como idiota en mitad de la noche, sin nada que hacer.

El chico sin nombre siguió avanzando y dobló en la esquina camino a la playa. Terminó sentándose en una banca de piedra que estaba en la plaza de la fuente. No había casi nadie a su alrededor. A lo lejos, podía escuchar la música —bom bom— de un pub y las carcajadas estridentes de los borrachos. El agujero pareció arañarle los huesos, deseoso por expandirse en su interior. Se encorvó sobre sí mismo durante unos segundos. 

Muchas noches eran como esas. Estaba solo. Se sentía dolido. Caminaba hasta que se cansaba. Luego regresaba y el agujero seguía creciendo. Seguía sus estudios, comía con su familia, saludaba a sus amigos y sonreía. No demasiado, porque era un «chico taciturno y serio». Se levantó con brusquedad de la banca y soltó el cigarrillo. Lo machacó con la planta del pie. Luego lo observó consumirse lentamente. El fuego se extendió por toda la superficie que quedaba hasta abrasarlo todo y apagarse a último momento. El chico sin nombre sacudió la cabeza y se llevó las manos a la nuca con una sonrisa rota.

El calor estaba resultado insoportable así que se sacó la sudadera a tirones, como si estuviera peleando contra ella. La camiseta azul apenas se notaba en la oscuridad. Hubiera querido sacársela también. Y sacarse él mismo. La piel y los huesos. Sacarse hasta que no quedara nada. Decidió que las metáforas solo servían para escribir novelitas para críos y simplemente se acomodó la ropa y siguió caminando como un fantasma aburrido.

Llegó al puente que cruzaba hacia el centro de la ciudad y se quedó mirando un momento el agua en el estero que daba al mar. Solo se veía el reflejo tenue del tendido eléctrico. Corría una brisa helad desde allí, pero no era suficiente para atrapar el calor que emanaba de la tierra y del cielo. Se apoyó contra la baranda del puente y se pasó una mano por el cabello oscuro. Cerró los ojos y casi escuchó cuando la garganta se enroscó sobre sí misma, estrangulándolo. 

—No voy a llorar —se dijo y se sintió estúpido. Como un niño. Cuando las primeras lágrimas se le resbalaron por la barba mal cuidada, se las enjuagó con furia. —No voy a llorar. 

Se mordió la mano hasta hacerse sangrar y lanzó un alarido de cólera. No había nadie a su alrededor que lo escuchara, pero estaba seguro que en los edificios contiguos alguien lo confundiría con un borracho escandaloso. La vergüenza le hizo arder las mejillas. Le dolía la mano y seguía llorando. Volvió a apoyarse en el puente, pero las aguas seguían tranquilas. Un auto aceleró en la calle contigua. 

Ya era suficiente. Se enjuagó la cara con las manos y enterró los sollozos en el fondo del agujero de su pecho. Empezó a caminar de regreso a casa como siempre. Soltó un suspiro y pensó que le hubiera gustado que alguien se burlara de sus lágrimas —¡marica! Jajaja— y luego lo abrazara como a un hermano. Tragó saliva y siguió caminando.

El silencio lo acompañó en el camino de regreso. Y luego todo volvería a ser un ciclo sin que nadie sospechara nada, sin que nadie se enterara de lo que pensaba. Quizás era mejor así, pensó el chico. Nadie tendría que saberlo. Era solo una tontería en una noche de verano en mitad del invierno. Se enjuagó las últimas lágrimas.

El agujero latió junto a su corazón, expectante y arrepentido. Algún día lo consumiría como el fuego al cigarrillo. Y no quedaría nada más que unas cenizas negras aplastadas y vencidas. Quizás hundidas en las aguas bajo el puente. No lo sabía. Podía ser mañana. O en un mes. O en tres años. Pero algún día se iba a apagar Y le iba a quitar más que solo el nombre. Más que sus lágrimas. 

El chico sin nombre siguió caminando.

Nadie notó que estaba allí.

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