El paraíso de los silenciosos

sábado, 17 de enero de 2015

Estaba nervioso. O tan nervioso como podía estarlo, sabiendo que solo tenía unos minutos más de vida. Cada segundo era una eternidad. Una eternidad extraña, dolorosa, rodeada de niebla y veneno. Se preguntó si había alguna oportunidad de hacer algo distinto. De no ser como las docenas o cientos de compañeros con los que nacía cada verano y que desaparecían en un suspiro. Supuso que no. No tenía modo de saberlo. No tenía pensamientos. Solo tenía una meta. Una meta que tenían todos.

La luz.

Desde que nació, allá atrás, hace una eternidad que para los gigantes de dos patas debía ser solo un instante, supo cuál era su propósito. No lo enorgullecía, porque todos sus hermanos, todos sus ancestros y todas las criaturas que vendrían después de que él fuera ceniza, compartían la misma búsqueda. La luz lo era todo. La luz era su sentido. La luz era su razón para vivir y para morir. La luz era el modo en que existían.

Él había sido más paciente que el resto. Todo su pueblo nacía solo una vez al año y desaparecía cuando llegaba el frío. Nacían en lugares húmedos, cálidos, donde había agua y árboles. Otros pueblos con alas presentaban sus respetos y honraban el calor, pero no entendían su fascinación con la luz. Había pueblos que buscaban alimento —la sangre extraña y apestosa de los gigantes de dos patas o las semillas tóxicas que caían de las ramas de los árboles—, otros que buscaban aparearse. Su existencia era fugaz y por eso las enemistades no existían.

Los pueblos zumbantes, los más antiguos, los bebedores de sangre, que siempre cazaban de forma solitaria pocas veces les prestaban atención, aunque congratulaban su presencia en el calor. Él nunca lo había entendido, pero admiraba a sus cazadores. Sus alas eran fuertes y su cuerpo escurridizo. Pero los Zumbantes nunca entendieron la luz. 

Él movió un poco las alas y el miedo se apoderó de su cuerpo cuando sintió que una de ellas se rompía un poco en su espalda. El dolor fue inmediato, pero reprimió cualquier sonido. Su pueblo era silencioso. Sentía que la tristeza y el terror subía por su cuerpo y se quedó quieto un segundo, aguardando a que su ala herida volviera a su lugar. Había esperado demasiado para volar. No podía fallar ahora.

Sabía, sin embargo, que muchos morían sin conocer la luz. Eran débiles. Sus alas eran frágiles y apenas un leve roce o el más sutil movimiento las arrancaba de su cuerpo. Y un Silencioso sin sus alas era solo un punto en medio de la nada. Era polvo. Ceniza. Nada. Un patético cuerpo oscuro arrastrándose, mutilado, como un gusano inmundo. La muerte era preferible. Por eso él había esperado. A diferencia del resto, que apenas al nacer se lanzaban, enceguecidos, en busca de la luz, él esperó unos días antes de atreverse a volar. 

Los jóvenes morían más rápido. Eran presa fácil para el veneno en la madera y el suelo y no lograban afirmarse en el género que cubría las casas. Caían al suelo y rara vez volvían a volar. Morían sin ver la luz, con el cuerpo cubierto de polvo. La estrategia era fundamental. Los jóvenes volaban solos y, aterrados porque sus alas fallaran en mitad del aire, usaban todas sus fuerzas en llegar a alguna superficie. Desde allí, trepaban, se arrastraban por las paredes, la madera, la cerámica, en busca de la luz. Solos. Desesperados. Perfectamente visibles para los gigantes de dos patas.

El comportamiento de esos asesinos siempre lo había asombrado. Se había pasado algunas horas observándolos aplastar a sus hermanos, pero ahora entendía que ellos también sentían miedo. Cuando uno de sus compañeros más jóvenes, aparecía en el radar de los monstruos, él podía notar que temían. Se alejaban. Buscaban cómo matarlos sin acercarse demasiado. Rociaban el veneno y huían cuando los veían volar. 

Por eso la mejor opción era volar en grupo. Volar sin una ruta definida, como saltando de un lugar a otro, porque eso confundía a los gigantes de dos patas. El pueblo de los Silenciosos había desarrollado esa técnica durante los últimos veranos. Lo esencial era no dejarse ver hasta que todos pudieran salir a la vez. Eso los confundía y los aterraba, pero también muchos hermanos morían forzando sus alas frágiles al máximo.

Probó una vez más su ala. Estaba lastimada y quizás se le cayera en el proceso, pero podría seguir volando. La emoción y el miedo se esparcieron entre el rincón donde aguardaban cuando la luz apareció en la pared blanca. La luz los llamaba. Vengan, vengan, ya no tienen que sentir miedo, hijos míos. Los llamaba. Él miró a sus hermanos y ellos también movieron sus alas. Había una enorme gigante de dos patas junto a la luz, pero él ya la conocía. Les tenía miedo. Sonrió y dio la orden. 

Volar dolía. Su ala lastimaba le ardía, pero mantuvo la formación. Se ocultó detrás de una madera y se aferró a la pared. La luz le rozaba el rostro. Si hubiera podido llorar, como las leyendas decían que los asesinos hacían, en ese momento no habría podido contenerse. Estaba tan cerca. Su alegría era agridulce, sin embargo. Vio a uno de sus hermanos más pequeños caer detrás de la madera y revolotear sin éxito con sus alas, que acabaron por caerse. No quiso mirar. 

Solo un poco más. La gigante ya los había visto. Se asomó solo un poco y la vio retroceder en dirección opuesta a la pared. Él sonrió. Era su única oportunidad. Sin esperar más, se lanzó con todas sus fuerzas en dirección a la luz. Vio a algunos compañeros que bailaban alrededor de ella y casi lanzó un grito de alegría. Su ala lastimada terminó por romperse. La desesperación le recorrió todo el cuerpo al ver que perdía altura. 

No podía morir en la oscuridad. No podía morir allá abajo, en el cementerio podrido y oculto de polvo y pelusas, rodeado de los cadáveres putrefactos y mutilados de sus hermanos y hermanas. La luz estaba tan cerca… Casi podía sentir su calor, el brillo que borraba todo su mundo y lo convertía en el paraíso para el que había nacido. Se aferró al borde de papel que envolvía a la luz y se desplomó, agotado. Ya había llegado. 

Tres hermanos lo miraron. Sonreían. No podían hacerlo, pero él sabía que estaban sonriendo. El calor aumentó. Se levantó con dificultad. Un hermano joven, de los pocos que alcanzaban esa cima, lo ayudó a avanzar. La luz estaba frente a ellos. Era grande y lo envolvía todo. Ardía como un sol blanco y parecía palpitar. 

Por generaciones ese había sido su meta. El pueblo Silencioso era el pueblo de la Luz. Había muchas luces y muchos propósitos. Muchos caminos para llegar al paraíso. Él había encontrado el suyo. Ya nada más importaba. El genocidio masivo a manos de los gigantes de dos patas era ya cosa del pasado. Sus amigos habían muerto, pero él viviría para siempre y ellos vivirían con él, en espíritu, en polvo, en ceniza, en nada.  En una nada brillante, en el corazón blanco de la luz.

Se acercó un poco más con el cuerpo cansado. Solo un poco más hasta que la luz se lo tragó todo. Hubiera gritado al sentir el ardor terrible y la muerte blanca acunándolo con una feroz ternura. Sintió que la fatiga lo vencía. Su ala descansó, lánguida, muerta, sobre su cuerpo de gusano. El pueblo asqueroso, patético, mudo, mutilado, insignificante. Ya todo eso era olvido. Miró la luz por última vez y dejó que ella se lo llevara. A su lado, sus hermanos murieron también. 

Habían alcanzado la Luz. Estaban ya en el paraíso.

A unos metros de distancia, la gigante de dos patas frunció el ceño al ver otros cuatro bichos asquerosos cayendo como moscas sobre su escritorio, sin sus alas. Otros trataban de acercarse a su lámpara y se quedaban dentro del cono de papel que la rodeaba, sin volver a moverse. Su tía, seguramente, había dejado la ventana abierta otra vez y ahora estaba lleno de esos gusanos con alas que se caían muertos —vaya asco— por todo el lugar y volaban como enfermos alrededor de cualquier luz.

Sin embargo, en medio del asco que sentía al verlos arrastrarse desde el suelo, las cortinas y la pared, no más de cinco o seis, repartidos por su habitación, se preguntó qué estaban haciendo. Todos se arrastraban y volaban hasta la lámpara. Y morían allí adentro. El suelo siempre estaba lleno de ellos y de sus apestosas y patéticas alas. Definitivamente prefería los zancudos. Siempre aparecían solos —o en parejas, a lo más—, zumbaban, se podían matar con facilidad de un sopapo adormilado y no se les caían las alas. 

En el fondo, era casi poético. Aparecían, luchaban por alcanzar la luz de las lámparas y morían al alcanzarla. Vivían para morir rodeados de luz. La chica no dejó ver una trágica ironía en ese comportamiento. Quizás todos no eran más que esos insignificantes y patéticos seres, arrastrándose por la vida, buscando una luz que terminara por matarlos. Frágiles, pero determinados. Pequeños puntos en el universo que nacían para morir. Para morir en un paraíso que no era más que un foco artificial y vivir respirando veneno todo el día. Para desaparecer cuando la luz se apagaba y renacer cuando volvía a encenderse, desafiándolos a todos a acercarse a su abrazo. Y arder en él.

La gigante de dos patas desechó esos absurdos pensamientos y se quedó a una distancia prudente mientras veía a las patéticas criaturitas aparecer y morirse sin motivo alguno. Esperaba que pronto llegara el invierno pronto y todos esos putos bichos asquerosos desaparecieran de su vista.

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