Nada bueno ocurre en verano - II

domingo, 15 de marzo de 2015

 Iniciativa "Blog Colaboradores"

***

Leonardo empezó a contar sus pasos nada más sintió el suelo de madera bajo sus pies. Las tablas crujían casi sin provocación y el chico no pudo evitar preguntarse cuántos años tendría esa casa y si el viejo alguna vez se habría dado el trabajo de pasarle algo de cera al suelo. Probablemente no. 

El chico no dijo una palabra mientras avanzaba por el vestíbulo. Desde allí, no se escuchaban los ruidos de la calle ni el rumor de los vehículos. Ni siquiera el ladrido de un perro. Era como si las paredes, de la misma madera vieja y roída, imperturbables, hubieran cortado el paso a la luz y el sonido que venía desde afuera. Olía a humedad. Las ventanas del primer piso no dejaban pasar la luz, porque estaban cubiertas de unas cortinas gruesas y oscuras. Leonardo no sabía si esa era la disposición original de la casa, pero todo a su alrededor decía ausencia. Silencio.

Allí no vivía nadie.

—Eché algo de desinfectante —dijo la señora que lo había recibido. Tenía las manos juntas delante de su regazo y caminaba como si ambos fueran unos intrusos en tierra sagrada. A Leonardo la idea le desagradó—. Limpié algunos muebles… —continuó cuando no obtuvo respuesta—. Pero no me atreví a… tocar sus cosas en la segunda planta. 

Leonardo asintió, pero no dijo nada. Era evidente que aquella anciana quería hablar, pero él no sabía cómo podía intervenir en esa conversación con algo que no fuera mover la cabeza o murmurar “Hmm” sin abrir la boca. Ni siquiera sabía cómo se llamaba la mujer. Aunque quizás lo verdaderamente importante de todo eso era que no le importaba. Nada de eso le interesaba. Ni la casa, ni la anciana, ni el viejo muerto. Pero estaba ahí. 

El chico siguió caminando por la planta. Notó que había pocos muebles y que había grietas en algunas paredes. La pintura estaba descascarada en las esquinas de la sala de estar y la madera se había erosionado en el suelo. Un par de tablas estaban sueltas. Sin embargo, la señora había dicho la verdad: no había polvo sobre las superficies de los muebles y el aire olía a aerosol. Era como si la casa entera se encorvara sobre ellos para observarlos y respirara con desaprobación. El techo era alto y los espacios eran amplios, pero Leonardo se sentía demasiado ancho, como si los hombros le rozaran las esquinas del techo. Como si la cabeza, de un momento a otro, fuera a chocar contra la pintura vieja del techo.

—Era un hombre muy solo, ¿sabe? —dijo la señora y Leonardo esta vez la miró con una expresión que él pensó que era imperturbable—. No salía de casa. No hablaba con sus vecinos. Se la pasaba metido en su cuartucho, pintando. —Leonardo frunció el ceño, pero la señora pareció no darse cuenta—. Cuando yo venía, me saludaba con mucho cariño. —Ella sonrió y las arrugas de las mejillas sonrieron con ella—. No lo visitaba nadie más. Sus hijos… —Se interrumpió con brusquedad y se miró los zapatos de lona—. Creo que murió de pena…

Dejó la frase en el aire. A Leonardo se le hizo como una acusación cobarde y puso mala cara de inmediato. Ahí estaba el retrato del viejo que la anciana había pintado para sí misma: la de un noble y extravagante anciano solo y triste, sin familia, hundido en su miseria. Una víctima del egoísmo de sus hijos, de la ambición de sus mujeres, de la injusticia de la vida. Todo pintado en gris y azul, todo envuelto en una bruma de nostalgia y recogimiento. Vaya montón de mierda. 

—Si se murió solo, fue porque el cabrón abandonó a todos los que alguna vez fueron su familia —espetó Leonardo. Una tabla especialmente desvencijada crujió incluso más fuerte cuando el chico pisó sobre ella. Rojo explotó sobre el retrato y se chorreó hasta el suelo. La señora soltó un grito ahogado y se le encendieron las mejillas de un brillante color rosado. Sin embargo, antes de que abriera la boca para abofetearlo con una sarta de gritos y acusaciones, Leonardo se le adelantó y puso una capa de blanco a toda esa conversación—. Es mejor que siga por mi cuenta. Le informaré cuando salga. 

La señora pareció debatirse unos segundos entre echar de la casa a ese mocoso —y la palabra casi parecía deletrearse en sus ojos—, gritonearle hasta sacar todo el picor de su garganta o aceptar lo que él le proponía. Ambos se miraron unos instantes, como personas criadas para ser hipócritas y educadas. A Leonardo la idea casi le hizo gracia. La señora asintió.

—Muy bien, estaré en esa habitación. Me avisa cuando termine.

Leonardo la vio alejarse y, aunque adentro de la casa no sentía nada de calor, se llevó una mano a la nuca para secarse el sudor que se le había acumulado debajo del cabello. Una pesada sensación de amargura se le instaló entre las costillas, pero no le hizo caso. Lo señora tenía que escuchar la verdad. 

El chico se dio un par de vueltas unos minutos antes de encontrar la cocina. Nuevamente, todas las superficies estaban limpias, todo blanco, inmaculado, todo en su sitio, sin manchas, sin utensilios desparramados ni botellas con agua para hacer zumos en polvo ni canastas con pan del día anterior. Allí no comía nadie.

Leonardo se sirvió un vaso de agua de la llave, un poco sorprendido porque no hubieran cortado el servicio todavía y se apoyó en la encimera. Dejó el vaso en su sitio y abrió el refrigerador, más por curiosidad que por otra cosa. Se encontró con varios platos de sándwiches envueltos en plástico y una botella de leche con chirimoya. Ese descubrimiento tan irrelevante lo hizo detenerse un momento. La verdad se tambaleó. Sacó los sándwiches y la botella y se sentó en la mesa que había junto a la alacena.

Eran sándwiches de ave con trozos de palta, idénticos a los que Leonardo adoraba y los que siempre le servía su madre cuando estaba de buen humor. La palta estaba un poco negra, pero la pasta de ave estaba mezclada con mayonesa y seguía fresca y cremosa. Leonardo esta vez sintió que el techo era infinito, que las paredes no terminaban nunca y que la mesa, que apenas cabía en la cocina, lo envolvía por completo en una redondela sin fin. 

A los cuatro años, había preparado sándwiches como esos, cortados en triángulos, con paté de jamón y huevo cocido. Su padre iba a venir de visita y mamá estaba encantada. Leonardo aun no lo entendía, pero era una oportunidad de ver de nuevo al hombre canoso y de risa de automóvil que se había ido tan pronto. Prepararon docenas de sándwiches y se embadurnaron las manos en paté. Prepararon la mesa y aguardaron. Fue un día lunes de enero. Un verano por la tarde. Esperaron en silencio a que sonara el timbre y no existiera más que la comida y esa sonrisa. Pero solo sonó el teléfono y a mamá se le borró la alegría.

—Sí, lo entiendo. No te preocupes. No, de verdad. Tampoco habíamos… Sí. Está bien. Adiós.

No volvieron a esperar al viejo nunca más. Él nunca más apareció. Al final, quizás era que no le gustaban los sándwiches de paté de jamón. A Leonardo tampoco le gustaban. A ambos les gustaban esos, que estaban sobre la mesa, y que nadie se iba a comer. El chico tragó saliva y pensó en lo estúpido que sería aplastar el pan entre los dedos y llenarse las manos de mayonesa y pasta de ave. Pero sería estupendo, porque no le importaba que él no hubiera llegado. Eran solo unos putos sándwiches. 

No se escuchaba nada. No había teléfono, así que Leonardo ya no podía decepcionarse. El chico tomó dos de los sándwiches que estaban en el plato y le pegó un mordisco a uno de ellos. Tomó un sorbo de leche y se secó el sudor de la cara. Aprovechó de secarse los ojos, que también le sudaban y le ardían, pero no reparó demasiado en ello. Luego de dejar todo en su sitio y de comerse todos los sándwiches que había en el refrigerador, se dirigió a las escaleras y subió al segundo piso.

El viejo no había llegado nunca y él no había vuelto a esperarlo. Tampoco importaba. No importaba nada. No había vuelto a importar.

A sus pies, los escalones de madera no crujieron en lo absoluto.

3 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

    ResponderEliminar
  2. ¡Hola! Me encanta tu blog, por eso te nomine a un premio ^^ te dejo el link para que lo veas, un abrazo
    http://milletrasporandar.blogspot.com.es/2015/03/premio-black-wolf-blogger-award.html

    ResponderEliminar
  3. Qué historia más triste :( Sigo con el siguiente capítulo ^^
    Un besooooo ^^

    ResponderEliminar

Santa Template by María Martínez © 2014