—¡Dulce
o travesura! —chilló una niña.
Llevaba
las coletas rubias amarradas con cintas rojas, tenía la cara pintada de blanco,
colmillos de plástico y una linda capita roja que le colgaba de los hombros. Un
vestido negro le hacía juego. Jerome se rio por lo bajo y sacó unos dulces de
su canasta para echarlos en la calabaza de la chica.
—¡Feliz
Halloween, señor! —dijo la niña y en menos de un segundo ya estaba corriendo
hacia su siguiente víctima.
Jerome
se rio un poco más y la miró perderse un poco más allá. Aunque ya se estaba
haciendo tarde —ya pronto sería medianoche—, todavía quedaban niños pequeños
pidiendo dulces en las calles. El hombre tomó uno de los caramelos que había
comprado —un dulce envuelto en plástico de color rojo— y, luego de quitarle el
envoltorio, se dedicó a chuparlo mientras caminaba de regreso a casa.
Volvía
con casi las mismas cosas que había
salido: las hamburguesas se habían perdido, pero aún conservaba la ficha y el
anexo. Lamentaba lo del cuchillo, porque era su favorito, pero era una mala
idea tener en la cocina un utensilio manchado de sangre, por muy bien que lo
lavase. Era mejor que se quedara allá.
Lo
que sí lamentaba de verdad era no tener nada qué comer. No le apetecía pasar a
esa hora al supermercado, así que tendría que esperar al otro día. Aún no se
decidía por un plato en particular. Quizás unos fondos de alcachofa («Fonds d’artichauts au beurre», página
525, el aroma suave de una piel pálida, muy cocida, de una mañana de primavera
y brisa). O tal vez pescado, unos filetes de atún con vino, tomate y hierbas.
Un delicioso y aromático thon à la
provençale (Página 281, el graznido de las gaviotas y el rugido del mar en
la risa de Ann, en su mirada abismal).
Jerome
lamentaba no haber creado una nueva ficha esa noche. Era Noche de Brujas. Era
31 de octubre y no había invitado a Ann. Habría sido mejor. El cuerpo torpe y
desquiciado de la mujer-sombra del número 567 se quedaría ahí mismo, entre toda
la inmundicia, con los fideos pegoteados en el sillón y las colillas de
cigarrillos esparcidos, con la cabeza algo lastimada —por haberse tropezado y
dado contra la mesa rota, claro, pobre mujer— y las venas cortadas
temblorosamente con el cuchillo que descansaba entre sus dedos. La escopeta era
una lástima, pero era un arma demasiado grande para una mujer tan menuda.
Quizás habría querido matarse con ella, pero solo los escritores eran tan
ingeniosos como para volarse los sesos con un armatoste como ese. No, quizás la
madre infeliz había querido guardar la escopeta del marido que la abandonó,
pero luego había decidido usar el cuchillo de cocina, el mismo con el que había
trozado la carne para unas hamburguesas que luego tiró por todo el piso de la
sala.
—Evidentemente,
era una mujer con problemas —dijo Jerome mientras metía la llave en la
cerradura de su casa—. Jamás la había visto, pero es una situación terrible.
Algo horrible debe haberle ocurrido.
La
gente siempre veía lo que quería ver. Especialmente cuando se trataba de gente
marginada, desagradable y triste. Gente sombra. También él era un hombre sombra,
pero muy distinto. Era un hombre sombra con hambre y una sonrisa.
Jerome
encendió la luz y se sentó en el sillón. No tomó el volumen de Julia, porque ya
tenía todas las ideas que necesitaba en la cabeza. Todas las ideas que quería
tener. («Fuiste tú», repitió la mujer, con la voz rota y la mirada trizada de
por qués y de maldiciones. «Fuiste tú. Me lo quitaste. Me lo quitaste… Fuiste
tú… Fuiste... tú...»).
—¡El
informe! —dijo el hombre de repente y se rio un poco de sí mismo. Se apresuró a
dirigirse a su habitación. Ya había perdido el tiempo gran parte de la noche y
Bernardo no iba a creerse su excusa de que se había pasado el día anterior
limpiando el desastre en que se habían convertido unas hamburguesas
perfectamente inofensivas.
De
camino, tomó la ficha y el anexo que había sacado de casa, más un puñado de
caramelos que se metió en los bolsillos de los vaqueros, y volvió a dejar las
cosas en su lugar, en las dos cajas correspondientes. Su colección le sonrió al
abrir el clóset. Jerome le dedicó las buenas noches. (Quizás pronto llegara
otro inquilino, pero todavía no, todavía no, todavía tenía calzoncillos para
ponerse).
Al
llegar a su escritorio, se sentó y sacó otro caramelo. Sabía a frutilla y a treinta
y uno. A niños fantasmas y mujeres sombras, monstruos durmiendo bajo las camas.
A Ann con su incomprensión, con su profundidad, con su penumbra. No, Ann, esa
noche no. Quizás mañana. Y le mostraría la cajita. Quizás mañana sí. No necesitaría
ya los calzoncillos, pero Jerome no estaba seguro. Nunca iba a poder estar
seguro.
Sin
duda, al otro día, la invitaría a almorzar. Thon
à la provençale. Jerome sonrió y siguió chupando el caramelo. Prendió el
computador y se puso a trabajar.
Esa
noche, las sombras se tragaron la luz.
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