Las sombras que no conocemos - I

jueves, 12 de noviembre de 2015


Jerome cerró «El arte de la cocina francesa» de Julia Child y notó que estaba empezando a oscurecer. Apenas entraba sol a través de la ventana y los colores rojizos y anaranjados ya habían teñido parte del paisaje. Las sombras se cernían sobre las casas contiguas y ya empezaban a escucharse los gritos de los niños en la calle. 

El hombre dejó el volumen en la mesita que estaba junto al sillón y sonrió para sí mismo. Se ajustó los lentes sobre la nariz, dirigió la mirada hacia la cocina, cuyas luces estaban todavía apagadas, e hizo un recuento mental sobre las cosas que tenía. Tendrían que ser solo unas hamburguesas. Quizás con crema de leche. En su mente, volteó las páginas del libro hasta la 377. Bitokes à la russe. No necesitó abrirlo. 

Cuando llegó a la cocina y empezó a sacar los ingredientes, recordó a Ann. Adoraba sus hamburguesas. Podrían cocinar juntos. Quizás ella podría traer una tartaleta. Quizás unos dulces por la festividad. Jerome tomó la bandeja de carne y se quedó mirándola unos instantes. «Ann». La yema de los dedos del hombre empezó a congelarse. El frío del refrigerador abierto se deslizó debajo de su camisa. Sí, Ann lo haría todo perfecto. Incluso esas simples hamburguesas y ese departamento vacío. Incluso le podría mostrar su cajita de fichas, esa que estaba detrás de sus calzoncillos. No necesitaba calzoncillos, de todas maneras. 

Jerome azotó la puerta del refrigerador y arrancó el plástico de la bandeja de carne. Era 31 de octubre. Eso significaba que necesitaba estar solo. Ann podría venir al otro día, pero no esa noche. Y nunca podría ver la cajita. Aunque Ann seguro lo encontraría horrendo, fascinante y paralizante al mismo tiempo, los riesgos solo se corren una vez. Lorena estaba en la cajita por una razón. Con Ann no podía pasar lo mismo.

Luego de unos minutos de trabajo silencioso —sacar una cebolla algo mustia del estante, alcanzar el salero, elegir un huevo de la bandeja, esparcir harina en el recipiente, siempre lo mismo—, se dio cuenta de que estaba en una oscuridad que se hacía cada vez más densa. La luz le arañó los ojos cuando el fluorescente se encendió. Jerome sacó su reproductor de música del bolsillo y se puso los audífonos.

—El primer síntoma de la locura es hablar contigo mismo —dijo por sobre el volumen de la música—. ¿Qué pensarían si descubrieran que yo escucho DC Talk y que me gusta la cocina francesa? 

Se rio mientras cortaba la cebolla.

Eso siempre le había llamado la atención. Sin importar cómo, a la gente siempre le gustaba ver patrones, hacer asociaciones. Que a él, que a Jerome le gustara algo en particular, significaba que ese algo tenía que estar mal. En ese algo tenía que estar la explicación. En esos algos tenía que haber alguna respuesta. ¿Qué pensarían en la oficina? El hombre se detuvo un momento antes añadir la mantequilla en un cuenco. 

—Tengo que terminar el informe. —Se dio un suave golpe en la frente. Tan pronto terminase de cocinar tendría que sentar el trasero frente al portátil y terminar esa cosa. Luego llamaría a Ann. Apretó un poco más la cuchara de madera que tenía en la mano. La escuchó crujir un poco y se rio. No, Ann, no. Era 31. Hoy no. Pero el informe sí. O al otro día Bernardo iba a gritarle con su aliento pasado a café barato. Gastón se encogería, el pobre chico. Los practicantes que llegaban a la oficina siempre se intimidaban cuando el jefe retaba a un empleado. Jerome siguió revolviendo la mezcla que tenía frente a sí mismo y subió un poco el volumen de la música.

La mayoría del tiempo, Jerome no pensaba demasiado en esa noche en particular. En ocasiones, cuando se sentía aburrido o cuando el grito se despertaba y se desperezaba dentro de su pecho, buscaba la cajita y releía un poco las fichas. A veces las corregía. O las complementaba. La mayoría de las veces solo las miraba y empezaba una ficha nueva, con un título nuevo, y divagaba un par de semanas. No era usual que se decidiera por alguien en particular. «Las grandes decisiones en la vida toman tiempo», decía su padre con un tono solemne y distante que hacía eco en las cortinadas pesadas del living. Por eso a Jerome le tomó más de cuatro años decidirse a incluir al viejo en su cajita.

No obstante, los 31 de cada año siempre se los pasaba con las luces apagadas y leyendo el libro de cocina. No le sudaban las manos ni le latía el corazón rápido. El estómago no se le retorcía con expectación. No azotaba el piso con un repetitivo movimiento de las piernas. Pero las luces permanecían apagadas en todo el departamento. Y siempre cocinaba algo. Y siempre estaba solo. Esperando, quizás. Escuchando a los niños correr a medida que se hacía de noche. Saltando como un gato con los ojos aceitunados ante el sonido de las sirenas. «¿Será esta vez? ¿Será esta la persona?». Ya tenía preparada esa ocasión, aunque sabía que había decenas de variaciones. Pero si involucraba luces rojas chillando en la noche, tenía el mensaje grabado para Ann. Era, sin duda, algo cruel dejarle la decisión a ella, pero… ¿Quién más, si no ella? ¿Quién más, si no?

El sartén empezó a chisporrotear. Jerome hundió las hamburguesas cubiertas de harina en el aceite hirviendo. Unas gotas le cayeron encima de la camisa. Arqueó las cejas y se arremangó. Quemarse, sin duda. ¿Arruinar la ropa que Ann acababa de regarle? Claro que no.

El reproductor de música se quedó sin batería cuando empezó a dar vuelta a las hamburguesas. Lo tiró encima de la mesa e hizo un sonido plástico al chocar contra la superficie llena de harina y restos de cebolla y gotitas de huevo batido. Justo cuando estaba a la mitad de «Out of Control». La cocina se llenó de olor a fritura y carne especiada. 

—¡Dulce o travesura! —Jerome sonrió al escuchar los primeros gritos de la noche. Tenía un cuenco lleno de dulces para repartir si es que era una velada sin novedad. Escurrió las hamburguesas sobre la sartén y las colocó sobre un plato cubierto de papel absorbente. El hombre tragó saliva y sacó la crema para preparar la salsa. 

No se movió cuando escuchó el timbre. Se quedó quieto y en silencio un momento. Ann nunca tocaba el timbre. Los niños se escucharían —sus risas, sus gritos, las voces profundas de sus padres algo fastidiados. Jerome volteó. Tampoco oía sirenas. La verdad, en ese preciso momento, solo escuchaba el crujir del papel donde había puesto las hamburguesas calientes. 

El hombre esperó diez segundos exactos —cómo, si no— y se dirigió hacia la puerta. Apagó la luz de la cocina en el camino y se guardó su cuchillo favorito en el bolsillo trasero. Pequeño, afilado lo justo, con mango de madera, se lo había llevado de casa de su padre. Se pasó la mano por el pelo oscuro y abrió la puerta. No revisó la mirilla. No ensayó una sonrisa.

Afuera no había nadie. Jerome entornó los ojos y se acuclilló para recoger el rudimentario paquete que le habían dejado en el rellano. Cuidó de que no se le cayeran los lentes. El paquete no pesaba mucho. Parecía más bien una caja de zapatos envuelta en papel marrón. Con una sonrisa de soslayo, Jerome agitó la caja. Parecían ser papeles. 

Definitivamente esa noche no podría llamar a Ann. 

Tampoco iba a comerse las hamburguesas. No solo, de todas maneras. Con un súbito calor que empezó a esparcirse por su cuerpo desde la planta de sus pies, se puso la caja bajo el brazo y volvió a entrar. Antes de cerrar la puerta no pudo resistir el tonto e infantil impulso de mirar la calle a través del umbral. En una media hora más se encenderían los faroles. Allí no parecía haber nadie. 

Cerró la puerta con suavidad detrás de sí mismo. La hoja pegada sobre la caja pareció desafiarlo con la mirada. Jerome dejó el paquete sobre la mesa de la sala y se cruzó de brazos. Sabiendo exactamente por qué, pero sin resistirse, empezó a reírse.

«Sé que fuiste tú».

Jerome se siguió riendo. Sí, seguro que sí.

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