Jerome
cerró «El arte de la cocina francesa» de Julia Child y notó que estaba
empezando a oscurecer. Apenas entraba sol a través de la ventana y los colores
rojizos y anaranjados ya habían teñido parte del paisaje. Las sombras se
cernían sobre las casas contiguas y ya empezaban a escucharse los gritos de los
niños en la calle.
El
hombre dejó el volumen en la mesita que estaba junto al sillón y sonrió para sí
mismo. Se ajustó los lentes sobre la nariz, dirigió la mirada hacia la cocina,
cuyas luces estaban todavía apagadas, e hizo un recuento mental sobre las cosas
que tenía. Tendrían que ser solo unas hamburguesas. Quizás con crema de leche.
En su mente, volteó las páginas del libro hasta la 377. Bitokes à la russe. No necesitó abrirlo.
Cuando
llegó a la cocina y empezó a sacar los ingredientes, recordó a Ann. Adoraba sus
hamburguesas. Podrían cocinar juntos. Quizás ella podría traer una tartaleta.
Quizás unos dulces por la festividad. Jerome tomó la bandeja de carne y se
quedó mirándola unos instantes. «Ann». La yema de los dedos del hombre empezó a
congelarse. El frío del refrigerador abierto se deslizó debajo de su camisa.
Sí, Ann lo haría todo perfecto. Incluso esas simples hamburguesas y ese
departamento vacío. Incluso le podría mostrar su cajita de fichas, esa que
estaba detrás de sus calzoncillos. No necesitaba calzoncillos, de todas
maneras.
Jerome
azotó la puerta del refrigerador y arrancó el plástico de la bandeja de carne.
Era 31 de octubre. Eso significaba que necesitaba estar solo. Ann podría venir
al otro día, pero no esa noche. Y nunca podría ver la cajita. Aunque Ann seguro
lo encontraría horrendo, fascinante y paralizante al mismo tiempo, los riesgos
solo se corren una vez. Lorena estaba en la cajita por una razón. Con Ann no
podía pasar lo mismo.
Luego
de unos minutos de trabajo silencioso —sacar una cebolla algo mustia del
estante, alcanzar el salero, elegir un huevo de la bandeja, esparcir harina en
el recipiente, siempre lo mismo—, se dio cuenta de que estaba en una oscuridad
que se hacía cada vez más densa. La luz le arañó los ojos cuando el
fluorescente se encendió. Jerome sacó su reproductor de música del bolsillo y
se puso los audífonos.
—El
primer síntoma de la locura es hablar contigo mismo —dijo por sobre el volumen
de la música—. ¿Qué pensarían si descubrieran que yo escucho DC Talk y que
me gusta la cocina francesa?
Se
rio mientras cortaba la cebolla.
Eso
siempre le había llamado la atención. Sin importar cómo, a la gente siempre le
gustaba ver patrones, hacer asociaciones. Que a él, que a Jerome le gustara
algo en particular, significaba que ese algo
tenía que estar mal. En ese algo tenía
que estar la explicación. En esos algos tenía que haber alguna respuesta. ¿Qué
pensarían en la oficina? El hombre se detuvo un momento antes añadir la
mantequilla en un cuenco.
—Tengo
que terminar el informe. —Se dio un suave golpe en la frente. Tan pronto
terminase de cocinar tendría que sentar el trasero frente al portátil y
terminar esa cosa. Luego llamaría a Ann. Apretó un poco más la cuchara de
madera que tenía en la mano. La escuchó crujir un poco y se rio. No, Ann, no.
Era 31. Hoy no. Pero el informe sí. O al otro día Bernardo iba a gritarle con
su aliento pasado a café barato. Gastón se encogería, el pobre chico. Los
practicantes que llegaban a la oficina siempre se intimidaban cuando el jefe
retaba a un empleado. Jerome siguió revolviendo la mezcla que tenía frente a sí
mismo y subió un poco el volumen de la música.
La
mayoría del tiempo, Jerome no pensaba demasiado en esa noche en particular. En
ocasiones, cuando se sentía aburrido o cuando el grito se despertaba y se
desperezaba dentro de su pecho, buscaba la cajita y releía un poco las fichas.
A veces las corregía. O las complementaba. La mayoría de las veces solo las
miraba y empezaba una ficha nueva, con un título nuevo, y divagaba un par de
semanas. No era usual que se decidiera por alguien en particular. «Las grandes
decisiones en la vida toman tiempo», decía su padre con un tono solemne y
distante que hacía eco en las cortinadas pesadas del living. Por eso a Jerome
le tomó más de cuatro años decidirse a incluir al viejo en su cajita.
No
obstante, los 31 de cada año siempre se los pasaba con las luces apagadas y
leyendo el libro de cocina. No le sudaban las manos ni le latía el corazón
rápido. El estómago no se le retorcía con expectación. No azotaba el piso con
un repetitivo movimiento de las piernas. Pero las luces permanecían apagadas en
todo el departamento. Y siempre cocinaba algo. Y siempre estaba solo.
Esperando, quizás. Escuchando a los niños correr a medida que se hacía de
noche. Saltando como un gato con los ojos aceitunados ante el sonido de las
sirenas. «¿Será esta vez? ¿Será esta la persona?». Ya tenía preparada esa
ocasión, aunque sabía que había decenas de variaciones. Pero si involucraba
luces rojas chillando en la noche, tenía el mensaje grabado para Ann. Era, sin duda,
algo cruel dejarle la decisión a ella, pero… ¿Quién más, si no ella? ¿Quién
más, si no?
El
sartén empezó a chisporrotear. Jerome hundió las hamburguesas cubiertas de
harina en el aceite hirviendo. Unas gotas le cayeron encima de la camisa.
Arqueó las cejas y se arremangó. Quemarse, sin duda. ¿Arruinar la ropa que Ann
acababa de regarle? Claro que no.
El
reproductor de música se quedó sin batería cuando empezó a dar vuelta a las
hamburguesas. Lo tiró encima de la mesa e hizo un sonido plástico al chocar
contra la superficie llena de harina y restos de cebolla y gotitas de huevo
batido. Justo cuando estaba a la mitad de «Out
of Control». La cocina se llenó de olor a fritura y carne especiada.
—¡Dulce
o travesura! —Jerome sonrió al escuchar los primeros gritos de la noche. Tenía
un cuenco lleno de dulces para repartir si es que era una velada sin novedad.
Escurrió las hamburguesas sobre la sartén y las colocó sobre un plato cubierto
de papel absorbente. El hombre tragó saliva y sacó la crema para preparar la salsa.
No
se movió cuando escuchó el timbre. Se quedó quieto y en silencio un momento.
Ann nunca tocaba el timbre. Los niños se escucharían —sus risas, sus gritos,
las voces profundas de sus padres algo fastidiados. Jerome volteó. Tampoco oía
sirenas. La verdad, en ese preciso momento, solo escuchaba el crujir del papel
donde había puesto las hamburguesas calientes.
El
hombre esperó diez segundos exactos —cómo, si no— y se dirigió hacia la puerta.
Apagó la luz de la cocina en el camino y se guardó su cuchillo favorito en el
bolsillo trasero. Pequeño, afilado lo justo, con mango de madera, se lo había
llevado de casa de su padre. Se pasó la mano por el pelo oscuro y abrió la
puerta. No revisó la mirilla. No ensayó una sonrisa.
Afuera
no había nadie. Jerome entornó los ojos y se acuclilló para recoger el
rudimentario paquete que le habían dejado en el rellano. Cuidó de que no se le
cayeran los lentes. El paquete no pesaba mucho. Parecía más bien una caja de
zapatos envuelta en papel marrón. Con una sonrisa de soslayo, Jerome agitó la
caja. Parecían ser papeles.
Definitivamente
esa noche no podría llamar a Ann.
Tampoco
iba a comerse las hamburguesas. No solo, de todas maneras. Con un súbito calor
que empezó a esparcirse por su cuerpo desde la planta de sus pies, se puso la
caja bajo el brazo y volvió a entrar. Antes de cerrar la puerta no pudo
resistir el tonto e infantil impulso de mirar la calle a través del umbral. En
una media hora más se encenderían los faroles. Allí no parecía haber nadie.
Cerró
la puerta con suavidad detrás de sí mismo. La hoja pegada sobre la caja pareció
desafiarlo con la mirada. Jerome dejó el paquete sobre la mesa de la sala y se
cruzó de brazos. Sabiendo exactamente por qué, pero sin resistirse, empezó a
reírse.
«Sé que fuiste tú».
Jerome
se siguió riendo. Sí, seguro que sí.
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