El truco es que la baraja quede como empezó - I

domingo, 13 de marzo de 2016




Primer amanecer.
7.31 de la mañana

No va a entender por qué está ocurriendo esto, al menos no pronto. Será algo difícil y lento, y no estaré con él durante todo el proceso. Pero es necesario. No necesitará creerme. Me creerá después, mucho después, cuando absorba todo lo que salga de mi boca y el temblar de sus dedos se adapte a las gotas de lluvia y a las suelas de mis zapatos. Espero que continúe y deje de creerme. Que entienda. 

Espero que sobreviva.Y que luego continúe. Sé que eventualmente lo hará.

Por ahora, él aún no despierta. No sabe dónde está ni comprende aún lo que quedó atrás. Su mundo será pequeño por un tiempo. Crecerá paso a paso y luego volverá a empequeñecerse. Se sofocará en un espacio grande.

Pero ahora está soñando sobre cosas que pronto dejarán de existir. Quizás llore. Quizás grite. Quizás rompa la hoja y me pida comida. Pero al final leerá esto. La primera entrada. La única que verá.  

Conoceré pronto a Javier. Probablemente antes que él mismo. Por ahora, le deseo dulces sueños.

Javier despertó poco después. El niño se estiró y empezó a abrir los ojos, notando los bordes nítidos de la realidad mientras se daba vueltas. Sus sueños siempre eran demasiado borrosos, le había dicho a su papá muchas veces. No se daba cuenta de que soñaba, pero todo lo veía como si necesitara gafas y las hubiera perdido. Lejos. Desenfocado. Con sonidos pequeños. 

Alcanzaba a escuchar una melodía, así que tenía que ser sábado. No era día de colegio. Su mamá había puesto la radio y tocaban música. No olía a pan tostado, así que quizás le tocara cereales. Javier entornó los ojos y volvió a estirar las piernas. Los pies tocaron algo helado y trató de deslizarse para encontrar los calcetines que se le habían salido durante la noche. Solo sintió más frío y algo duro le raspó la rodilla cuando se volteó sobre sí mismo.

La melodía seguía sonando, pero Javier abrió los ojos. No era la radio. Era un sonido limpio y cercano. Estaba oscuro. Alargó la mano para buscar el cable de la lámpara, pero solo tocó el suelo de concreto. El niño se incorporó y se llevó la manta que lo cubría a la nariz. Olía a nuevo. No era su frazada. 

—¿Estoy soñando? —preguntó Javier, pero su voz sonó demasiado cerca. Su respiración comenzó a agitarse y notó los vahos plateados saliéndole de la boca—. Si estoy soñando...

No podía comprobarlo, porque no tenía la lámpara. Era siempre lo mismo: si lograba encender la luz, podía darse la vuelta y volver a dormirse. Si la luz estaba mala y no encendía por mucho que lo intentara, estaba soñando y tenía que despertarse. 

Pero allí no había ninguna lámpara.

—¿Mami…? —llamó el niño. No escuchaba nada más que su propia respiración. Una punzada caliente le retorció el estómago a Javier y tragó saliva. Su garganta estaba demasiado estrecha. —¡Mami! 

Javier apretó la frazada con las manos y sorbió un sollozo. El corazón le latía en el vientre. No quería moverse. No estaba en su pieza. No estaba en su casa. Mami siempre llegaba cuando la llamaban. Solo desaparecía cuando tenía una pesadilla, pero sus pesadillas también eran borrosas y en ellas siempre estaba corriendo, siempre estaba en un lugar que conocía. El niño no reconocía nada de lo que estaba a su alrededor. Estaba muy oscuro y no había ventanas con cortinas —donde la luz siempre pasaba un poco por las orillas—; el frío venía de todas partes, sin vientos ni corrientes, desde el suelo, las paredes y el techo. 

Con la mano que tenía libre, agarró la manta y se agachó sobre el suelo. Deslizó la palma de la mano por el suelo y avanzó en cuclillas por miedo a pisar algo o caerse a alguna parte. Seguía viendo su respiración en volutas plateadas. No tardó demasiado en tocar la superficie lisa del papel. El niño apartó la mano con un grito ahogado cuando notó el borde rozándole la piel. Jadeaba y, por un segundo, apretó los ojos. Oscuro, todo demasiado oscuro. Volvió a acercar la mano y distinguió la textura del papel. Era una hoja. 

Tan pronto Javier se sentó y tomó la página en sus manos, se encendió una luz al otro lado de la habitación.


Javier tomó un sorbo de café y se pasó la lengua por los dientes al notar la textura áspera que le había dejado el agua caliente. El reloj de su muñeca dio un pitido y rápidamente dejó la taza, aún llena, en el lavabo de la cocina y se dirigió al cuarto de baño. No encendió la luz. 

Cerró la puerta del departamento tres veces, girando la llave con firmeza para luego repetir el proceso desde el comienzo, y apoyó el peso de su cuerpo contra la madera. No sonrió cuando la puerta permaneció quieta contra él. El muchacho aguardó un momento en el umbral, pero esta vez no se acuclilló para intentar ver por debajo. Con la boca seca, se acomodó el bolso en el hombro, lo aferró con firmeza y bajó las escaleras.

Afuera todavía estaba oscuro. No hacía viento, pero el aire frío le hizo arder las mejillas. Llegó diez minutos antes de que el metro llegara a la estación y se sentó en la última banca, junto a la propaganda de telefonía móvil. Sacó la baraja de cartas del bolsillo de la chaqueta y comenzó a revolverlas con una sola mano.

Los naipes estaban sucios y gastados; el sudor de sus manos, la tierra que se acumulaba en la estantería y el continuo roce del cartón las había vuelto inservibles para cualquier truco. Estaban pegadas unas a otras como un bloque. Revolvió una decena de veces y las volvió a guardar en el bolsillo. Dejó la mano allí mientras observaba el andén escasamente iluminado. Cuatro minutos.

El niño llegó algunos instantes antes de que el vagón del metro apareciera por el túnel. Llevaba la mochila abrazada al estómago y un bolso más pequeño le cruzaba el pecho y colgaba de su cadera. Javier bajó la vista y notó que una ráfaga ardiente se esparcía desde su estómago hasta su pecho. El corazón empezó a latirle en los oídos. Sacó la mano del bolsillo y la froto contra la otra. La boca, con sus dientes recién lavados, le supo a café. Una arcada casi lo dobló en dos.

—Tranquilo, tranquilo —dijo el Observador y su sonrisa se asomó bajo la sencilla máscara—. Es solo un mechón más.

El cuero cabelludo le ardía. Javier se rascó un par de veces, pero luego las apartó. Los dedos del Observador se hundieron en su pelo. Javier contuvo la respiración. El vagón se detuvo en la estación y el niño se levantó de le banca. Javier se tambaleó hasta entrar en el vagón y se quedó junto a la puerta con la mano sobre su abdomen. Tosió un par de veces, notando la saliva entre los dientes, y carraspeó. 

—No lo voy a seguir —dijo Javier en voz baja. El niño mantuvo la cabeza agachada, pero apretó las manos y le temblaron por el esfuerzo—. No lo voy a seguir. 

—Me parece bien. —Esa fue toda la respuesta del Observador.

El metro dio una sacudida, pero Javier tenía la espalda contra una de las paredes. Ya no le dolía la cabeza. Se pasó una mano por el pelo oscuro y se concentró en la pantalla de ordenador que lo esperaba en la oficina, en el aroma a café barato que estaría ahí, en todas partes, pero que no podía beberse —se tomaría dos tazas o… quizás un sorbo—, en los formularios que podía llenar, en el naipe viejo del bolsillo. Mantuvo los ojos fijos en sus zapatos poco lustrados hasta que dejó de sentir que el corazón le latía.

Cuando la voz del vagón anunció la próxima estación, Javier no levantó la cabeza. Quiso cerrar los ojos y esperar a que se cerraran de nuevo las puertas. Vio los zapatos escolares del niño y no apartó la mirada. Apretó las manos. Algo pegajoso empezó a encaramarse por su esternón. El Observador apoyó una mano en su hombro y apretó con fuerza.

¿Quieres que duela más, chico? Muy bien…

Javier se cubrió la boca con la manga de la chaqueta y, reprimiendo el vómito que tenía en la garganta, salió del vagón detrás del niño.

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